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Atlántica XXII

Adiós a los que se quedan

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Adiós a los que se quedan

Ilustración de Federico Granell.

 

Artículo publicado en el número 60 de nuestra edición de papel (enero de 2019) como introducción al monográfico sobre el éxodo juvenil.

 

David Remartínez | Director de Atlántica XXII

@davidrem

Una de las canciones más bonitas que se han escrito sobre la emigración la compuso José Antonio Labordeta y arranca con estos versos: “Adiós a los que se quedan / y a los que se van también”. Albada, publicada en 1979 y titulada como los cantos aragoneses con los que tradicionalmente se saludaba el día, suspiraba por los paisanos y paisanas que durante las décadas de la dictadura franquista habían tenido que dejar su hogar natal. Como tantas canciones y poemas de Labordeta, Albada mezclaba entre palabras evocadoras el paisaje, la política, la hermandad y la belleza, hasta conmover con un sentimiento colectivo, acaso el principal mérito de cualquier cantautor militante. Parte de ese talento se respira en los últimos discos de Nacho Vegas, enfocados hacia afuera en lugar de hacia su mundo interior.

Yo nací en Zaragoza hace 47 años y crecí escuchando a Labordeta, tan familiar como el cierzo que me soplaba en las orejas al salir a la calle. El día en que murió le lloré como a un familiar, y aún hoy, cuando escucho sus canciones, tengo que tragar hondo, pues al significado de esos discos y a la historia que mantengo con ellos se añade la melancolía de la ausencia. Para mí, Labordeta es Aragón, entendiendo por Aragón una gente y un paisaje. Nada más y nada menos.

Escuchando a Nacho Vegas me pasa algo parecido: me identifico con muchos de sus retratos asturianos, porque llevo 21 años viviendo en Asturias y lógicamente también me siento parte de aquí. Vine porque quise, así que no me considero un emigrante, al menos no en el sentido habitual de expulsado, o trasplantado. Más bien, me veo como un pasaporte duplicado. Porque somos de los sitios donde nos enraizamos, de sus lugares y sus hermandades, y yo siento que pertenezco al Norte como también al Este: de una forma íntima, y a la vez sin ninguna importancia. Le damos demasiada importancia a la identidad, máxime en estos tiempos de banderas, de políticos de trapo empeñados en exaltarnos los gentilicios para que no preguntemos por lo demás –el paro, los bancos y esas cosas–. Al fin y al cabo, el verdadero gentilicio es la gente.

Y gente es lo que lleva perdiendo Asturias desde que empezó este siglo. Gente joven, principalmente, o sea aquellos y aquellas que habrían de renovar el paisaje y mejorarlo; pero que no lo harán. Mientras la llegada de inmigración extranjera fue compensando silenciosamente esa fuga constante de oriundos, el censo final maquilló el fenómeno y nuestra sociedad se permitió ignorarlo, sin que ningún gobierno asumiera la responsabilidad de atajarlo. Pero cuando la recesión económica –el paro, los bancos y esas cosas– han frenado la inmigración foránea, la pérdida de jóvenes asturianos se ha revelado en todo su dramatismo: un boquete abierto desde hace casi dos décadas que aboca a Asturias a un futuro geriátrico cuyas consecuencias ni se han empezado a calibrar.

Quienes emigran de Asturias lo hacen por obligación, porque su tierra natal no les ofrece desde hace lustros la posibilidad de ganar dinero suficiente para acomodarse la vida. Es así de sencillo y de terrible: los que se quedan han sido incapaces de retener a los que se van. Y eso genera una frustración colectiva, similar a la que reflejaba aquella canción de Labordeta en los años setenta: el sentimiento de una injusticia. “Esta albada que yo canto es una albada guerrera / que lucha por que regresen los que dejaron su tierra”, gritaban sus últimos versos.

Injusticia, impotencia e incapacidad: todo eso encierra el problema de la emigración contemporánea en Asturias. Y eso es lo que hemos querido analizar con este monográfico de ATLÁNTICA XXII, que combina informaciones, análisis, opiniones, gráficos e infografías, y al que le ha puesto portada el artista Federico Granell. Ese hombre de espaldas en un aeropuerto que mira a un cielo gris y vacío es sin duda una imagen conmovedora del adiós. Un adiós a los que se quedan, pensando en cómo demonios hacer volver a los que se se van.

 

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