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Atlántica XXII

Ana Carpintero: “Las consultas de salud mental están llenas de problemas sociales”

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Ana Carpintero: “Las consultas de salud mental están llenas de problemas sociales”

Ana Carpintero, enfermera y sindicalista de la Corriente Sindical de Izquierda. Foto / Pablo Lorenzana.

Ana Carpintero, enfermera y sindicalista de la Corriente Sindical de Izquierda. Foto / Pablo Lorenzana.

GALERÍA DE HETERODOXOS/AS. Aunque hace mucho tiempo que dejó la fábrica de camisas donde hizo sus primeras armas como sindicalista, Ana Carpintero (León, 1955) sigue siendo “Ana la de IKE” para mucha gente en Gijón. La ejemplar resistencia de aquellas mujeres cumple esta primavera 25 años con varios actos que conmemorarán uno de los conflictos más singulares de la lucha contra el desmantelamiento de la industria asturiana. En la actualidad trabaja como enfermera en el hospital de Cabueñes, donde sigue al pie del cañón, en su sindicato, la Corriente Sindical de Izquierda (CSI), dando guerra contra las políticas privatizadoras de la sanidad pública, “vengan de donde vengan”.

Diego Díaz / Historiador.

Nace en León, pero muy pronto viene a vivir a Asturias.

Sí. Mi padre era carpintero, y emigró como mucha otra gente a Asturias. Se instaló en Gijón, al principio él solo, y luego llegamos los demás. Vinimos en Navidad. El Coto, donde vivíamos, y donde sigo viviendo, era por entonces algo así como el culo del mundo. Era un barrio medio rural, con casas bajas, prados y caserías. Recuerdo que era un barrio muy vivo. Los chavales jugábamos en la calle. También tengo buenos recuerdos de ir a la playa. Tardé mucho en ir a la escuela. No debí de empezar hasta los seis o siete años, y cuando entré en parvulitos ya era muy grandona, así que me pasaron directamente a primero sin saber leer ni escribir. Éramos la generación del boom de la natalidad y no cabíamos en las aulas. A los 14 años tuve una maestra muy buena que nos enseñó las cuatro cosucas fundamentales para andar por la vida. Fue ella la que animó a mis padres para que siguiera estudiando y no lo dejara.

Ir a la Universidad no debía ser fácil para la hija de una familia trabajadora.

No. Era un esfuerzo grande, y tanto mi hermano como yo teníamos que estudiar y trabajar porque en casa no había dinero. Yo daba clases particulares, cuidaba niños, trabajaba los veranos en Francia. Quise estudiar enfermería, pero tuve un accidente y no pude hacer el examen, así que me matriculé por libre en la Facultad de Historia, en la Universidad de Oviedo. La matrícula me la pagó un profesor del Instituto para que pudiera seguir estudiando.

¿Ya estaba usted politizada?

Sí. En el instituto había participado en las huelgas de medias. Era todavía la época de ‘Pachín’, pero los últimos años de la dictadura había un despertar de la sociedad muy importante en todos los sentidos, político, cultural, reivindicativo… Había estado en asambleas y manifestaciones y había conocido a gente como Jesús Morales, que estaban implicados en la Liga Comunista Revolucionaria.  Caí ahí como podía haber sido en otro lugar, por casualidad, por amistad y por relaciones personales. Empezabas echando una mano y luego cada vez te ibas implicando y arriesgando más. Más que unas ideas políticas definidas lo que tenía era un sentido de justicia muy arraigado, de lo que era justo y lo que no era justo.

¿En casa se hablaba de política?

No. Mis padres no eran franquistas pero tampoco gente de izquierdas. Como mucha gente de su edad, habían crecido con mucho miedo y aquello pesaba como una losa sobre ellos. Luego me enteré de que parte de la familia de mi madre había sido de la CNT en León y que habían sufrido la represión, pero claro, entonces de eso no se hablaba nada.

Cultura de fabricona

¿Cuándo entra a trabajar en la fábrica?

Cuando tenía 20 años mi padre muere de cáncer y la familia se queda al garete, porque a mi madre no le queda pensión ni nada. Así que una familiar me enchufa para trabajar en IKE como planchadora. De aquella el textil era muy importante en Asturias. Daba trabajo a más de 7.000 personas. A los seis meses de entrar en IKE ya se habían dado cuenta de que buena la habían hecho metiéndome a trabajar y vino uno de los jefes a recordarme que tenía que estar muy agradecida por la generosidad de la empresa conmigo.

El salto de la Universidad a la fábrica debió de ser brutal.

Tampoco pude disfrutar mucho de la vida universitaria porque estaba por libre y tenía que trabajar al mismo tiempo. Pero en todo caso sí que fue un salto muy grande. Alguna compañera se reía de mí porque pedía las cosas por favor. Tuve que adaptarme a aquella cultura de la fabricona que era muy distinta a lo que yo había conocido hasta entonces. Algunas compañeras habían entrado a trabajar siendo adolescentes allí, con 12 años incluso. El trabajo en la cadena de montaje es repetitivo y te mata totalmente la creatividad, pero el contacto con la gente y las relaciones que se formaban en la fábrica eran la parte buena de estar allí.

Allí participa en la formación de las Comisiones Obreras del textil.

Sí. Nos reuníamos en confiterías, que eran lugares donde un grupo de mujeres podía pasar bastante desapercibido para la policía. Te hablo de los años 75, 76. La gente mayor seguía con mucho miedo por la dictadura, pero para la gente joven todo era mucho más natural. Los derechos se conquistaban en la calle, ejerciéndolos, aunque estuvieran prohibidos. La consigna era dinamitar el sindicato vertical desde dentro, colarnos en sus estructuras para destruirlas, porque aquello no servía realmente para nada, era una institución llena de funcionarios que eran estómagos agradecidos del régimen, y cuando necesitabas ayuda de verdad en un conflicto laboral a lo que acudías era a los despachos de abogados laboralistas y no a la asesoría legal del “verticato” oficial.

¿Era difícil hacer trabajo sindical en IKE?

No era fácil porque era una empresa muy paternalista en la que muchas trabajadoras habían entrado como yo por enchufe o procedían de los Oscos, que era la zona del dueño de la fábrica, y sus familias se sentían en deuda por haberles dado trabajo. Cuando los últimos fusilamientos de la dictadura fuimos de las fábricas de Gijón que no pararon, pero en enero de 1976, cuando lo de los abogados de Atocha paramos, también en solidaridad con la huelgona de la construcción…

Hablar hoy de huelgas de solidaridad entre sectores tan distintos como el textil y la construcción parece hablar de ciencia ficción.

La Transición fue una etapa muy ilusionante y, a pesar de las diferencias que teníamos entre las diferentes organizaciones y corrientes, había mucho más en común.

Muchos de aquellos compañeros del antifranquismo y la Transición terminaron al otro lado de la barricada.

Sobre todo los que no estaban ligados al movimiento obrero y se terminaron convirtiendo en políticos profesionales. Entre los que estaban en el sindicalismo también hubo bandazos, pero siempre fueron menores. Estar ligado a un trabajo y a un grupo humano siempre te ancla más a la realidad.

La Transición casi se solapa con la crisis económica e industrial, que en el caso del textil se lo llevo prácticamente entero por delante.

Desde el movimiento obrero comenzamos a dar alternativas para salvar el empleo y el tejido industrial, y no desmantelarlo, como terminó haciendo el PSOE. En 1977 empezamos a ver que la industria textil se venía abajo y empezamos a buscar vías para solucionarlo. Nos ayudaban economistas  de CCOO y del PCE como José Feito o Fariñas, que veían una alternativa en buscar la cooperación de las empresas textiles, porque lo que se veía era que lo que era imposible era un sector dividido en un sinfín de pequeñas empresas. Había que buscar poner procesos en común para ahorrar costes y evitar la dispersión. Sin embargo los empresarios eran muy individualistas, se negaban a cooperar entre ellos, eso fue imposible, y terminaron llevando a pique al sector. Poníamos las manos para tapar las vías de agua, pero era imposible, cada vez se abrían más. Los planes de reconversión del textil que luego puso en marcha el PSOE fueron una estafa. Decían que iban a modernizar el sector apostando por el diseño y la moda, pero en realidad fueron un sumidero de millones de pesetas para subvencionar a los empresarios sin pedirles nada a cambio. Las fábricas fueron cerrando y lo que prosperaron fueron al principio la economía sumergida y las pseudocooperativas, con mujeres cosiendo en los pueblos o en sotanos  por cuatro duros, y luego sacar a producción fuera, como hace ZARA.

IKE pasa de ser una de las fábricas menos combativas a protagonizar una de las luchas más duras contra el cierre.

Mucha de la plantilla aceptó las indemnizaciones y se fue para casa. Nos quedamos las que no queríamos o no podíamos perder el puesto de trabajo. Siempre decíamos que tener un puesto de trabajo es la línea divisoria que marca la diferencia para una persona entre ser un ciudadano “normal” o un marginal. También quedó la gente más combativa. El PSOE no nos consideraba un problema en comparación con los mineros o la gente del Naval porque no veía que fuéramos a ser una complicación para el orden público. Jesús Sanjurjo nos lo dijo así textualmente, que mientras no fuéramos a cruzar una carretera con un camión, como hacían los de la Naval, no le íbamos a quitar el sueño. Así que eso nos llevó a radicalizar la lucha. Usamos las agujas de coser en los enfrentamientos contra los antidisturbios, quemamos neumáticos, cortamos carreteras, ocupamos edificios y un barco en El Musel, y también hacíamos lo que ahora se llama escrache, que era ir a cantar las mañanitas a la casa de Pedro de Silva. Si nos dicen antes todo lo que llegamos a hacer habríamos dicho que era imposible.

También ocupan el edificio de la fábrica.

Siempre tuvimos claro que la solución del conflicto pasaba por los terrenos de la fábrica y que ocupar el edificio era el único medio para que se nos tuviera en cuenta y no se especulase con él. Había muchos buitres que se querían quedar con el solar, pero logramos impedirlo y que la venta fuera al final, y ante la falta de soluciones, para la plantilla. Nos plantábamos en la subasta y les decíamos a los especuladores que ese solar tenía bichu y que éramos nosotras. Al final logramos que las subastas quedaran desiertas y que fuese para nosotras el solar y la maquinaria.

Conciliación sindical

La historia de IKE además de una historia de obreras es una historia de mujeres.

Todas fuimos adquiriendo una conciencia feminista mucho mayor en la lucha. Nos dimos cuenta de que además de nuestros problemas como trabajadoras teníamos otros problemas comunes como mujeres. Había mucha culpabilidad por tener abandonada la familia por estar en la lucha, enfrentamientos con la pareja y la familia. Yo también he tenido o tengo ese sentimiento de culpabilidad por no haber podido estar más con mi hija.

Su pareja es Juan Manuel Martínez Morala, ex trabajador de Naval Gijón y otro sindicalista infatigable. No debe de ser fácil compaginar la vida familiar con la tensión de un conflicto laboral.

No es fácil, pero siempre hemos tratado de minimizar estas cuestiones en casa, que no fueran motivo de discusión. Juanma siempre ha cuidado de mi hija cuando yo estaba encerrada, en conflictos o trabajando fuera.

En la situación social y de desprestigio de los grandes sindicatos que vivimos el sindicalismo alternativo crece, pero no lo suficiente. ¿Qué se puede hacer?

Buscar marcos lo más unitarios posibles, que abarquen al mayor número de personas que puedan involucrarse. La asamblea es fundamental, es una vieja herramienta insustituible. Es lo más vivo que hay, pero si no toma decisiones no sirve para nada. El papel del sindicato tiene que ser apoyar, coordinar las luchas, pero no puede sustituir las decisiones de la asamblea y de los trabajadores. El sindicato está ahí para ser un sostén y una estructura que dé ayuda en los momentos de reflujo, que siempre llegan. Cuando las mareas bajan lo que queda es la organización.

¿Qué futuro tiene el sindicalismo en un mundo globalizado, donde el capital se mueve a su antojo?

Es verdad que el mundo lo dirigen unos pocos. El capital no entienden de fronteras, de nacionalidad, de credo diría yo. Solo busca lo que le valga para sus intereses. Frente a eso hay que organizarse, resistir, es la esencia del sindicalismo, y cuanto más duras son las condiciones de trabajo más necesario es defenderse, unirse. La respuesta debe ir desde lo local hasta lo global, pero las estructuras que hoy tenemos a nivel europeo como la Confederación Europea de Sindicatos, presidida en estos momentos por el secretario general de CCOO, no están cumpliendo con ese papel.

Un ejemplo de esa globalización económica es por ejemplo Gijón, que pasó de ser una ciudad industrial a una ciudad con una economía mucho más terciarizada.

En el antifranquismo y la Transición Gijón era una ciudad industrial muy viva, en lo político y en lo cultural también. Ahora eso lo echo de menos. Veo la ciudad envejecida y a la gente triste. Hemos ganado cosas, pero también hemos perdido otras.

¿Se ha vuelto conservadora?

No lo creo, todavía tiene nervio. Es una ciudad muy reivindicativa.

¿La gente se está acostumbrando a vivir mal en España?

Hasta ahora se ha tirado de las pocas reservas que podía tener una familia, de los padres, de los abuelos, de las pensiones, pero eso tiene un final. No es que las condiciones actuales la gente las trague, es que se las imponen, y tampoco hay una respuesta suficiente de las organizaciones sindicales y ciudadanas.

¿La Renta Básica?

Todos tenemos que vivir. No puede haber familias en las que no entre ningún ingreso. Las consultas de salud mental están llenas de gente con problemas que son realmente sociales.

¿Ha pensado alguna vez retirarse del activismo?

La gente cree que las personas que estamos comprometidas no sabemos vivir de otra forma y es falso. Sabemos disfrutar de la vida. Yo podría vivir de puta madre sin estar metida en tantos fregaos. Me encanta leer, viajar, pintar, pero hay algo dentro que te impulsa a rebelarte contra la injusticia, y no creo en las soluciones individuales a los problemas colectivos. Es algo que una lleva en la sangre.

PUBLICADO EN ATLÁNTICA XXII Nº 38, MAYO DE 2015

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