
Una de las movilizaciones por la III República tras conocerse la abdicación de Juan Carlos I. Foto / Pablo Lorenzana.
David Remartínez / periodista
@davidrem
Año 2039. El antiguo Principado de Asturias, que tras una monumental polémica ha pasado a denominarse administrativamente Asturias –así, a palo seco– celebra la primera edición de los Premios Asturias de la República. Son los nuevos galardones que, tras otra morrocotuda controversia, sustituyen a los antiguos Premios Princesa –anteriormente conocidos como Premios Príncipe–.
Diríase que la autonomía llega agotada a la entrega de estas medallas de aspiración internacional que, como sus predecesoras, distinguen logros humanos en disciplinas de todo cariz, desde las humanidades al deporte o a la simple popularidad mediática. Durante los dos años anteriores, Asturias ha conocido sucesivas manifestaciones ciudadanas, enardecidas hasta las cejas, a cuenta de los galardones. Primero, las que exigían con banderas azules y cruces victoriosas la salvaguarda de los tradicionales Premios Princesa como un derecho fundamental del pueblo asturiano, ganado durante décadas con su esfuerzo y, en consecuencia, convertido en un deber del Estado ineludible, más allá de que hubiera cambiado su modelo de jefatura nacional con la precipitada huida de la familia Borbón hasta la Arabia Saudí. Desde allí, Leonor y su segundo marido, junto a su jovencísimo hijo Alarico, dedican constantes mensajes de apoyo a quienes todavía añoran en España y en Asturias su cálida sangre de fábula.
Esos saludos de los exiliados lógicamente caldean el ambiente. Sin embargo, las interminables reuniones entre próceres locales y estatales en Madrid acaban por llevar la polémica de los premios a un puerto intermedio: unos pocos meses antes de la fecha marcada por la antigua fundación para el evento, el nuevo Gobierno republicano accede a mantener el grueso de la financiación que antaño sufragaba aquella fiesta anual de la monarquía, de sus intelectuales y empresarios, y del pueblo llano enamorado de la luna. No obstante, dicha financiación merma, pues todavía queda por abrir una segunda Variante de Pajares –la primera se quedó obsoleta en seguida, al incumplir las medidas ferroviarias internacionales–, así que el ejecutivo decide consignar parte del dinero a la tal infraestructura. En la resolución de Madrid también se modifica el nombre de los premios, descabalgando la advocación al Príncipe o a la Princesa de turno; igualmente, se varían los apellidos que antaño dirigían su fundación, orillando a importantes abolengos locales en beneficio de algunos cargos electos.
Todo lo cual, unido al antedicho recorte presupuestario –que afecta sobremanera a los medios de comunicación, al desaparecer las partidas para publicidad institucional– provoca una segunda oleada de ira ciudadana que se traduce de nuevo en masivas manifestaciones callejeras pidiendo: a) más dinero; b) que gestionen los premios los de antes, y c) que se invite a los borbones como gesto de afecto y consideración.
Y que se acabe lo del tren, por supuesto.
El nuevo Ejecutivo republicano se niega a aceptar esas suerte de carta a los reyes magos, pero promete revisar el Estatuto de Autonomía tras la entrega de los galardones e introducir ayudas a las antiguas comarcas mineras del carbón (una estrategia que, según las malas lenguas de los pasillos intrigantes, siempre calma al pueblo astur, incluso cuando la citada explotación minera cesara hace varios lustros).
Así las cosas, el día de la entrega de los primeros Premios Asturias de la República cientos de personas se agolpan frente el teatro Campoamor. Sin embargo, en esta ocasión no cumplen la tradición de aguardar expectantes –y someramente felices– la llegada de los ilustres invitados. En esta ocasión no aguardan, sino que acechan. Todos los concentrados protestan, armados hasta las cejas de pancartas, cruces y banderas: unos, por la ausencia de los herederos al trono en la ceremonia; otros, por el desdoro general del evento, sin señoras con vestidos despampanantes ni legiones de señores en lujosas berlinas de alquiler. Un tercer grupo protesta por la situación las cuencas, y una cuarta concentración de populacho, por el mantenimiento de un acontecimiento que rememora los tiempos de la monarquía ahora que la nación se ha convertido finalmente en una república. En muchas pancartas se lee la frase “Esto ye una pantomima, reconocedle a Asturias lo que se merez”.
Según se mire, esa frase bien podría servirle como eslogan a cualquiera de los cuatro bandos.
Cuando el ambiente frente al teatro comienza a volverse irrespirable, y el choque violento entre grupúsculos parece inevitable, aparece en el Campoamor uno de los galardonados: el músico Melendi, elegido por el Gobierno republicano como Premio de las Artes en reconocimiento a su larga carrera. Y al verle, claro, todas las masas cabreadas se convierten de sopetón en una, se calman, se ufanan, y rompen a aplaudir. El estruendo provoca numerosas lágrimas y docenas de abrazos entre los concentrados.
Al día siguiente, casi toda la prensa local coincidirá en su titular de primera página: “Melendi logra unir a Asturias”.
FIN
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