Monográfico
Aquella otra emigración invisible
La emigración es hoy un tabú para la Marca España, incapaz de siquiera de reconocer su valor histórico: el de aquellos asturianos que fraguaron su leyenda en Estados Unidos soportando el olvido en minas y fábricas, e ignorados por “la madre patria”
Luis Argeo | Periodista y autor del libro Invisible Inmigrants
No debe de existir mayor fuente de fracaso para un gobernante que ver cómo la gente joven empaqueta sus expectativas y abandona a la fuerza su casa en busca de una vida lejos de donde se la mal gobiernan. Las declaraciones incendiarias tras las que se refugiaron Vicente Álvarez Areces o, hace menos años, Marina del Corral y Fátima Báñez para atajar el debate sobre el fenómeno migratorio de la juventud de nuestro tiempo van adquiriendo poco a poco cualidades de leyenda.
Lejos de ser originales, sus palabras ya contaban con precedentes similares en la política y la prensa de tiempos pretéritos no tan distintos a los actuales. Hace más de cien años, a principios del siglo XX, miles de asturianos buscaban irremediablemente nuevos planes de vida en todo el continente americano, apuntando incluso a lugares exóticos y desconocidos como Brooklyn (Nueva York), Ybor City (Florida), San Luis (Misuri), Gary (Indiana) o Cherryvale (Kansas). Gallegos, vascos, andaluces, castellanos también perseguían trabajo e ilusiones en esas y en otras ciudades y pueblos del ‘Norte’. Alemanes, irlandeses, polacos o italianos hacían lo mismo. España padecía lo que algunos denominaban “sangría humana” o “despoblamiento alarmante”. Y causas no faltaban. En señal de respuesta, la corriente ‘patriótica’ recurría a la negación de tan incómoda realidad. “La opinión general es opuesta a esta emigración, que se considera aventurera y a la que se augura un resultado desastroso”, publicaba el periódico vespertino Correspondencia de España en marzo de 1907, mientras campesinos de todos los rincones de la península ibérica embarcaban en las bodegas de un carguero rumbo a Hawái. “Todo el mundo califica de absurda una emigración a unas islas donde todo será extraño a los emigrantes, usos, costumbres y hasta el idioma”, añadía.
Cerca de ocho mil españoles arribaron a las plantaciones de azúcar hawaianas entre 1907 y 1913. Ni el impulso aventurero ni las leyendas urbanas cabían en su equipaje. Tenían verdaderas razones para pasar 55 días en el mar viajando como animales. Nuestros emigrantes de antaño cruzaron el mundo desconociendo el fatídico desenlace que tendrían aquellas despedidas en los muelles donde atracaban los vapores transoceánicos. Sus sueños de volver a casa con la maleta llena de dólares quedarían disipados con el auge del fascismo y la trágica victoria franquista tras la Guerra Civil. Adiós para siempre, España.
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Mi abuelo Luis (¿escogió?) embarcó para Cuba en los años 20. Aquello no funcionó y decidió retornar (no trajo palmera). Su maleta cayó al mar en el viaje de vuelta, contaría a sus hijos con escueta sorna. Un digno intento por adornar la triste verdad: sus ridículos ahorros desaparecieron con la quiebra del banco Mirabona de Avilés. Poco después, otra batalla lo esperaba en el frente de Bilbao. Volvió a perder. Regresaría a casa para dedicar el resto de su vida a la fábrica de zinc que la Real Compañía Asturiana de Minas poseía en Arnao, en la que entró por mediación de su hermano no emigrado, Julio. Antes que él, sus otros hermanos Manuel y Tano se habían dirigido a Virginia Occidental, donde también trabajarían en lo que ya sabían hacer antes de llegar: fundir zinc en un alto horno industrial. Aquellos viejos hornos eran lo más parecido al infierno en la tierra, según he escuchado decir a obreros asturianos aquí y en el medio oeste americano. Tano y Manuel fraguaron su leyenda migratoria fabricando zinc para la Graselli Chemical Co. en Spelter (Virginia Occidental). No estaban solos.
Los asturianos tenían fama de soportar bien aquel infierno fabril. Llegaron por decenas, respondiendo al efecto llamada. Vivieron agrupados en poblados donde no faltaron gaitas ni chorizo, y junto a decenas de vecinos y compatriotas se movieron por un corredor de fábricas metalúrgicas, desde Donora (Pensilvania), pasando por Canton (Ohio), Fairmont City (Illinois) hasta Cherryvale (Kansas), donde recibían a nuestros emigrantes con igual calidez o frialdad que a polacos, italianos o alemanes. Eran simple mano de obra. El crack del 29 y la Gran Depresión los pillaría en guardia. Algunos solían desconfiar de los bancos y depositaban sus ahorros bajo el colchón, según he ido conociendo a lo largo de estos años. Además, gracias a su sensata disposición a la solidaridad y al beneficio colectivo, pudieron aliviarse mediante uniones de socorro, clubes sociales y centros de ocio que ellos mismos creaban para disfrute propio con cuotas mensuales apartadas de sus salarios.
Los emigrantes sabían organizarse en un país que aún estaba inventándose: en Tampa (Florida), que fue considerada capital mundial del tabaco durante el primer tercio del siglo XX gracias a las manos de miles de cigarreros gallegos, asturianos, sicilianos y cubanos, el Centro Español y el Centro Asturiano competían entre sí celebrando grandes eventos festivos en sus rimbombantes sedes, construyendo hospitales con dotaciones modernísimas, exhibiendo la pulcritud que dedicaban a sus respectivos cementerios. Todo servía para captar nuevos socios, incluso fuera del estado. Las reivindicaciones y los conflictos laborales de los emigrantes también se sostuvieron en esa fuerza organizativa. A partir de julio de 1936, los bailes, picnics y eventos deportivos que celebraban las colonias españolas repartidas por todo Estados Unidos, desde las canteras de granito de Vermont a los campos frutales de California (donde se asentó la mayoría de cuantos habían llegado a Hawái), servirían de ocasión para recaudar fondos a favor de la República. Tras años alimentando sueños, la gran mayoría de emigrantes españoles en Estados Unidos se posicionó y apoyó una causa perdida. Sobre aquella causa reposaban sus aspiraciones de volver a casa. Dicho de otro modo: los hermanos de mi abuelo, Manuel y Tano, también perdieron.
La bulliciosa, la mecanizada Nueva York que Julio Camba conoció en sus etapas de corresponsal concentraba un batiburrillo de acentos, comidas, músicas o bailes procedentes de toda la geografía hispana en distintos barrios y calles de Manhattan, Cherry Street, la calle 14, la 110… En apenas dos manzanas se podía cruzar desde Aragón a Puerto Rico pasando por Argentina, así de fácil. Esto confería, según el brillante periodista, una interesante perspectiva a ojos del visitante que acudía a la ciudad buscando la España en boga de la que tanto se hablaba en los años veinte. A través de aquellos campesinos y obreros emigrados que reinventaban a diario su identidad en la ciudad automática, como en el resto del país, Camba supo encontrar el humor entre las contrariedades de la emigración, reflejadas en “la actitud general del hombre ante la vida”. Una actitud de adaptación y añoranza, de miradas atrás y adelante, una actitud de disfrute y sacrificio como motor de subsistencia para un final inesperado y en la mayoría de los casos no planeado: nos quedamos aquí.
No debe de existir mayor fuente de frustración para un emigrante forzado que ver cómo sus sueños de regresar a casa quedan anulados por una realidad destructora y opuesta a sus valores e ideales. Tras diez años desempolvando álbumes de fotos guardados en desvanes y trasteros que, pasadas dos generaciones, sirven de improvisados archivos de memoria. Tras tantas tardes descifrando historias caseras de miles de emigrantes españoles en Estados Unidos, preservadas por sus descendientes con ayuda de viejas fotografías, documentos ajados, costumbres aclimatadas y recuerdos distorsionados por el implacable paso del tiempo. Tras este osado y silencioso decenio investigador, puedo ir percibiendo y valorando la fragilidad y el abandono con que ha llegado a nuestros días este fascinante capítulo de la historia reciente que comparten ambos países, sustentado en vidas privadas, minúsculas y con tendencia a la invisibilidad oficial, pero también en memorables vidas envueltas en proezas emprendedoras y éxito social, similares a las que conforman el ya legendario sueño americano. Vidas, en general, que continúan quedando relegadas al olvido y condenadas a la desaparición en favor del recurrente discurso triunfalista y rancio de la España conquistadora y adelantada, la madre patria, con el que tantas veces nos cuentan patrañas estériles, apoyándose en cifras, eufemismos y miradas oblicuas que camuflan el incómodo exilio económico protagonizado por miles de jóvenes del siglo XXI. La emigración es tabú para la Marca España. Quizá no le convenga conocer su verdadero valor histórico. Ahora la denominan ‘movilidad exterior’.
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