Opinión
Arquitectura, gastronomía y Jovellanos.
Pablo González García | Ingeniero
El inefable presidente nacional del Partido Popular, Pablo Casado, colíder ahora de nuestra disgregada derecha patria, al menos en lo que a siglas se refiere, llegó a Asturias y dejó su titular
correspondiente. Lo exige el guión en época de política frívola, facilona, de ciento cuarenta caracteres; si se incita de paso a gresca y polémica, el combo es completo. Al cuento de los hórreos
y los frixuelos, uno puede sorprenderse por lo burdo y absurdo de la forma, pero a nadie medianamente enterado debiera sorprenderle el fondo. Es el mismo desprecio de siempre hacia la
cultura asturiana promovida por ciertas élites de Madrid (entendiendo Madrid como la representación de un centralismo estatal inflexible y disculpándome desde ya ante mis amigos
madrileños por tan injusta, aunque infortunadamente común, analogía) y, sobre todo, por muchas de nuestras élites llariegas, pertrechadas de una visceralidad en el desprecio a lo propio que resulta muy difícil de entender. En tal labor apuntan esencialmente a dos dianas, que en el fondo son la misma: el ruralismo y la llingua asturiana.
— Miguel Barrero (@MiguelBarrero) 11 de enero de 2019
En una región como Asturias, donde lo rural lo impregna casi todo, llegando acaso a explicar lo más profundo de nuestras idiosincrasias, llama la atención la aversión de tantos asturianos a nuestra aldea, a esa Arcadia a la que cantaba Palacio Valdés, vinculándola arbitrariamente al zafio campesino iletrado, al labriego de boina y guiyada que ellos sitúan en las antípodas de la
modernidad, de la urbanidad cosmopolita, de la alta cultura a la que debemos aspirar, siempre buscada y encontrada tan lejos: en las grandes urbes españolas, europeas, americanas, africanas…
en cualquier tierra menos en la nuestra, faltaría más. Así, una tamborrada mozambiqueña puede ser celebrada como una expresión de multiculturalidad cool a la vez que se tuerce el gesto ante la danza prima o el pericote. En este extravagante, incongruente y algo esquizofrénico comportamiento subyace el mensaje de que la única manera posible de asomarse al mundo desde nuestro balcón cantábrico exige el desprecio de lo que dejamos a nuestras espaldas. Para disfrutar del flamenco, de Claude Debussy, de Jorge Luis Borges o de Rainer Rilke hay que desechar, por lo visto, a Remis Ovalle, a Pepín de Pría o al Padre Galo. En esas estamos… Semejante parecer, summum de incoherencias, sorprendería incluso más si analizásemos el árbol genealógico de las élites que nos ocupan, teniendo en cuenta los porcentajes de población rural y urbana habidos hace dos, tres o cuatro generaciones, para terminar concluyendo que los que odian inveteradamente a la Asturias rural odian también, quién sabe si conscientemente, a sus abuelos y abuelas. Hay algo de esquizofrénico, decía yo, algo de pérdida de contacto con la realidad en un pueblo incapaz de reconocerse en su propia cultura, y hay también algo de freudiano en esta triste conducta de matar al padre.
LA LENGUA DE LOS QUE CASI SOBRAN
Y en el fondo de todo está esa llingua que fue y es, sobre todo, la del campo, la de la mina, la de la pesca, la de la fábrica; ésa que supuestamente solo sirve para hablarle a las fontes y a las xanas, que solo vale para caxigalines. Ésa que, en palabras del filósofo colungués Pedro Caravia, era “un balbuceo, un babillage de subnormal”. Esa llingua que ha sufrido desaires y afrentas de tan altas plumas como Emilio Alarcos o Gustavo Bueno, es y ha sido, al fin y al cabo, la lengua del populacho, de los últimos, de los que casi sobran. Otra vez, quizás como siempre, ante Antonio Gramsci, ante la hemegonía cultural de la clase dominante, ante el “covadonguismo” y la que acaso sea la única región que no rompió culturalmente con el provincianismo franquista una vez llegada la democracia. Gramsci, por cierto, era hablante del sardo, otra lengua minorizada. Siempre he pensado que tal ingeniería social, construida al efecto de vilipendiar el asturiano, promovida por las altas élites políticas y económicas asturianas y divulgada por la élite cultural supeditada a ellas, fue una de las contrapartidas que tuvimos que pagar por nuestra subordinación y dependencia económica.
En nuestros comunes precipicios hulleros e industriales, Madrid vino al rescate en innumerables ocasiones, ya desde el XIX: primas al carbón asturiano, aranceles al extranjero,
medidas proteccionistas de todo tipo, ENSIDESA al rescate cuando nuestra siderurgia privada se desmoronaba, HUNOSA cuando lo hacía el sector minero… Así, quizás inconscientemente, quién
sabe si por necesidad de mostrarse agradecidos, sumisos u obedientes, la hegemonía asturiana dejó de ser asturiana, dejó incluso de ser española, para hacerse españolista. Porque ser asturiano y español es ciertamente sencillo, diría que bastante natural, pero ser asturiano y españolista ya te acerca al disparate, a la contradicción, a renegar de la cultura de tu tierra, a desertar de un idioma, si no tuyo, sí de tus padres, y a los exabruptos ya mencionados.
Ser asturiano y españolista ya te acerca al disparate, a la contradicción, a renegar de la cultura de tu tierra, a desertar de un idioma
Vino a decirnos Pablo Casado a los asturianos que nos dejáramos de tanto paletismo local, de tanto ensimismamiento en este terruño de barro y musgo y que nos dedicáramos a estudiar más a
Jovellanos, ese asturiano universal que traspasó fronteras, y buena razón tiene, es verdad, reclamando más atención para nuestro gran ilustrado, mentado por todos y leído por pocos… ¿leído
por el señor Casado? Porque utilizar a Jovellanos en una crítica, velada o no, a la llingua asturiana roza lo inexplicable, lo contradictorio, lo confuso; parece algo así como una ironía del revés. Fue el gran gijonés, nombrado miembro de la Real Academia de la Lengua en 1781, el que, entendiendo la gran labor de regularización lingüística que estaba realizando esta institución con nuestra lengua española, propuso la creación de una Academia de la Llingua Asturiana para conseguir lo propio con el asturiano: estandarizarlo, recoger su riqueza léxica y dotarlo de instrumentos para normalizarlo socialmente.
UNA ESPAÑA MEJOR, MÁS JUSTA Y CON MÁS LUZ
Ya en el lejano año de 1791 hablaba Jovellanos, en unas cartas enviadas al ilustrado candasín González de Posada, de la necesidad de redactar un diccionario de “la lengua viva de nuestro pueblo”, de un idioma que hablaban él y su familia y que iba cogiendo en aquel tiempo fuerza entre la intelectualidad y las capas sociales dominantes; no en vano Josefa deJovellanos, hermana del ilustrado, terminaría por ser una de las más importantes escritoras en lengua asturiana. Jovellanos luchó por una España mejor, más justa, con más luz y se topó con laEspaña reaccionaria de siempre, esa España rancia, oscura, amiga de privilegios y de Inquisición, hostil al progreso y a la Ilustración. Terminó, a pesar de la buena prensa de la que goza hoy, preso y desterrado; ya se sabe, aquél que pelea por cambiar el tablero y las reglas del juego acaba pagando cara la osadía. Fue, quizás, el mejor español de todos, sin renunciar a ser también el mejor asturiano, sin abdicar de la cultura, la historia, el paisanaje y la llingua de su país, comprendiendo que solo desde ahí podría ser, en sentido pleno, un ciudadano del mundo.
Cierto es. Debiéramos estudiarlo más.
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