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Atlántica XXII

Asturias se salva pensando

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Asturias se salva pensando

Ilustración de Toño Velasco.

 

Artículo publicado en el número 60 de nuestra edición de papel (enero de 2019)

Xuan Cándano | Periodista
@XuanCandano

 

Aún se oye en las manifestaciones un viejo grito de guerra: «Asturias se salva luchando». Es cierto que cada vez menos, sin apenas ímpetu ni convicción. Seamos sinceros, su eco apenas supera las filas de los liberados sindicales, esos que suelen estar con sus banderas y sus pegatinas en las primeras filas. La frase resonaba con fuerza hace ya bastantes años, cuando la Transición y las reconversiones en pleno de la economía asturiana. Será porque todo se nos va por la boca y solo nos movemos en las manifestaciones o protestando por los chigres, porque nada te dan en la vida sin lucha, pero lo cierto es que aquel axioma resultó fallido. Asturias no se salvó luchando. Y hoy, cuando su crisis toca fondo, como bien plasma el dossier sobre ello del anterior número de esta revista, necesita más cerebro que músculo.

Al margen de la impostura de la enorme corrupción política y sindical, tan bien representada por José Ángel Fernández Villa, el gran caudillo minero de Asturias durante más de tres décadas, hay otra más sutil en la manida y desgastada frase. En realidad, a lo que los dirigentes y cuadros de las izquierdas nos estaban incitando no era a luchar, sino a resistir. Si pensamos mal, e igual acertamos, se trataba de resistir para garantizar sus propias liberaciones políticas y sindicales, tan generosas y abundantes en Asturias. Pero vamos a pensar bien, con corrección política y sindical: se trataba simplemente de resistir en defensa de esa Asturias industrial, obrera, de mono azul y rentas altas que estuvo al frente del desarrollismo español del franquismo. La de las chimeneas y el ejército proletario bien disciplinado. Esa Asturias que ni resistió ni se salvó, porque de ella solo queda la añoranza, tan paralizante.

CONSERVADURISMO DE IZQUIERDAS
Esa cultura de la resistencia lleva al menos tres décadas siendo la hegemónica en Asturias, la enarbolan sus élites y sus clases dirigentes, no solo la política, y es la única guía del gobierno de Javier Fernández, el peor y más inane en la historia de la autonomía. Se trata de una resistencia profundamente conservadora, un conservadurismo de izquierdas muy rancio y antiguo. Tanto que aún pivota sobre el carbón, que apareció en Asturias en el XIX y fue motor de progreso y desarrollo durante un siglo, pero que lleva condenado a muerte desde los años 80 del XX, cuando así lo decidió la Unión Europea. Podemos discutir si aquella decisión fue justa o si el carbón nacional debía haber sido defendido como reserva estratégica y fuente de energía autóctona, como hizo por cierto Antón Saavedra frente a Fernández Villa, que negoció cierres por prejubilaciones. Pero resulta un estéril ejercicio de melancolía, especialmente ahora, cuando el cambio climático es la primera amenaza mundial y el negro mineral una de las causas de la alerta.

El mundo cambia, pero en Asturias seguimos anclados en la resistencia. Está claro que 20 o 30 años son nada, como dice el tango, porque en la Xunta Xeneral se sigue discutiendo y debatiendo desde entonces sobre los mismos temas, con el carbón como nexo recurrente. Puede entenderse que se intente ganar tiempo sobre la descarbonización dictada para todo el planeta, sobre todo por la incidencia que podría tener en el sector industrial en declive. Pero observar cómo es el gran tema en la agenda del Principado y que la resistencia unánime incluye incluso a Podemos, que no se atreve a plantar cara al viejo dogma de la Asturias del pasado, resulta ciertamente preocupante. Dice Javier Fernández, al que solo sacan de su abulia asuntos como este, que los asturianos no formamos como Astérix una aldea irreductible defendiendo el pasado, o sea, los restos de nuestro propio naufragio. Pues lo parecemos, señor presidente.

PÁNICO A LOS CAMBIOS
En Asturias siempre hay pánico a los cambios. O sea, al futuro, al que siempre se ve tan negro como el carbón. Virgencita de Covadonga, que me quede como estoy. Este recelo a las novedades del conservadurismo de izquierdas, que lógicamente las derechas asumen de forma natural, forma un inmenso tapón social frente a la innovación, la riqueza y el progreso; y otro generacional que obliga a la emigración a los jóvenes asturianos, un auténtico drama colectivo, además de personal en muchos casos, porque se trata de las generaciones mejor formadas de la historia de Asturias, gente con una mentalidad mucho más abierta y exenta de prejuicios que la que ocupa los puestos de poder y gestión que a estos nuevos «exiliados» se les vetan.

Además del mejor y más significativo ejemplo del fenómeno, el gobierno de Javier Fernández representa el éxtasis de este retroceso que consiste en no avanzar ni mirar hacia adelante. Su inmovilismo ya es casi legendario. Hace suya la frase que nos repetía un viejo compañero de trabajo, más metafórica que chistosa: «Yo no quiero que cambie nada ni pa bien». Ver al actual gobierno asturiano resistirse durante años y mandatos a introducir cambios no precisamente revolucionarios en temas tan sensibles socialmente como la enseñanza de 0 a 3 años, tan decisiva frente a la caída demográfica, resulta patético. Javier Fernández y los suyos, que vienen del villismo, no creen en la autonomía excepto para ocupar los cargos públicos que supone. Desde el Principado no hay ideas, recetas y mucho menos innovaciones frente a problema alguno, ni siquiera el más grave, este de la caída demográfica. Se trata solo, en el mejor de los casos, de un corta y pega de lo que venga de Madrid, origen de soluciones y destino de políticos.

Pero no hay búnker que resista el paso del tiempo, aunque frene a veces ofensivas y ejércitos. El gobierno de Javier Fernández, aquel que alguien llamaba cuando se formó, con Villa aún al mando, el SOMA 2.0, ya se bate en retirada. Su presidente se va por la puerta de atrás, derrotado en la lucha interna de su partido, pero no será la única jubilación política anticipada. En las próximas elecciones autonómicas de mayo asistiremos probablemente al adiós a los últimos dinosaurios de la Transición en Asturias: Javier Fernández, Francisco Álvarez- Cascos y Mercedes Fernández, aunque a esta le ha llegado un aliento electoral procedente del Sur con Vox, si es que Pablo Casado no la apea de la candidatura, algo con lo que se especula cuando escribo estas líneas.

Habrá sin duda cambio político en Asturias. No volverá a haber un gobierno monocolor. La FSA, ya sea en la oposición o en un gobierno en coalición con Podemos y con lo que salga del lío de IU y Gaspar Llamazares, será un partido distinto, aunque habrá que ver hasta qué punto quiere y puede romper el sanchista Adrián Barbón con las ataduras y los fantasmas del pasado, entre ellas la corrupción y el clientelismo. Las derechas también tendrán que reinventarse y decidir en qué dirección con la segura irrupción de Vox, que en Asturias tiene a favor dos grandes bazas que supo aprovechar en Andalucía: el régimen socialista y el españolismo.

LOS CUATRO PEGOLLOS DEL HÓRREO
Pero de nada servirá un cambio en las poltronas del Principado y en los escaños de la Xunta Xeneral si no hay otro en las mentalidades de quienes las ocupan, en consonancia con el que se observa en la sociedad asturiana, donde se atisban consensos que no se aprecian en la vida política e institucional. Y que son transversales, porque afectan a cuestiones básicas que superan divisiones ideológicas. Aquí van algunos que podrían ser el inicio de una buena hoja de ruta, de otro relato sobre la Asturias del presente y sobre todo del futuro:

OPTIMISMO. El pesimismo tiene muy buen cartel, especialmente en Asturias, donde la palabra crisis es esencial en el vocabulario de los asturianos desde hace varias generaciones, desde los años 70 del pasado siglo. Los pueblos también son, como los equipos de fútbol, un estado de ánimo y el de Asturias siempre es deprimente, porque todo está mal, pero sin duda estará peor. Esta autonomía necesita que le insuflen optimismo, que le digan «sí se puede», lo que empezaron gritando en las plazas del 15-M, en la irrupción meteórica de Podemos y en los estadios de fútbol cuando un equipo atisba la remontada. Así ganó Francisco Álvarez-Cascos las elecciones autonómicas, con una estrategia política hábil que se acabará estudiando en las Facultades de Políticas, porque llegó al gobierno desde la nada, fundando un partido nuevo. Cascos hizo un diagnóstico acertado sobre Asturias que lo convirtió en ganador y convenció a los asturianos de que un cambio era posible, porque su decadencia era reversible. Luego su fracaso fue estrepitoso al llegar al gobierno, por errores de principiante, pero su insólita experiencia demostró el hambre de optimismo que tienen los asturianos, que necesitan que alguien los convenza de lo obvio: de que no son tontos y nadie más que ellos puede revertir su situación.

AUTOESTIMA. Los asturianos solo son emprendedores y empresarios relevantes cuando emigran, salvo honrosas excepciones. No solo lo avala el éxito de los indianos, básicos en el desarrollo de Asturias en el siglo XX. Ellos mismos lo pueden observar en su propia tierra, industrializada por extranjeros o empresarios llegados de otras zonas de España a los que luego sustituyó el Estado. Una evidente desconfianza en el talento propio, en contraste con el crédito que merecen los inversores foráneos, ahora multinacionales mayormente, provoca una enorme escasez de vocaciones empresariales. La falta de un clima social adecuado para la creación de empresas y riqueza tiene mucho que ver con la bajísima autoestima colectiva de los asturianos, que no parecen confiar en sí mismos. Y eso que tienen dos ejemplos contrarios en los que mirarse entre sus vecinos de la Cornisa Cantábrica. Galicia avanzó mucho en estos 30 años de retroceso de sus primos hermanos al Este del Eo y a ello no fue precisamente ajeno el galleguismo, asumido por la derecha desde los tiempos de Manuel Fraga. El País Vasco, más parecido socioeconómicamente a Asturias y con una reconversión industrial similar a finales del siglo XX, es un ejemplo de pujanza para toda España. Y no solo se la debe al concierto vasco, que también influye, sino sobre todo al dinamismo de su economía, asentado en un amplio tejido industrial de pequeñas y medianas empresas (y cooperativas) que no sería posible sin la confianza de los vascos en sí mismos. La inacabable y absurda discusión pública sobre la lengua asturiana, la única sin protección oficial en todo el Estado, es un buen síntoma de la falta de un proyecto común entre los asturianos y la relevancia social de esa ausencia. El vaticinio de las derechas que tanto la odian sobre los males económicos que acarrearía la cooficialidad es ridículo y falaz, como demuestran todos los casos de territorios con lengua propia normalizada, los más desarrollados, y no solo en España.

MENOS ECONOMICISMO. Si la economía se ha convertido con la modernidad en una religión y los economistas son una especie de gurús, cultivando dogmas y ortodoxia, aunque su fiabilidad es puesta continuamente en entredicho por la realidad, ningún sitio como Asturias para analizar el fenómeno. Entre el Eo y Tinamayor, de Payares a Xixón, en los despachos oficiales, en los centros de poder, entre las élites y en los medios de comunicación no hay otro baremo que el económico. El economicismo se ha impuesto desde hace décadas en el debate público en Asturias y todo se fía a su análisis. El ejemplo más visible de ello es la obsesión por las comunicaciones, aunque no el único. Todos nuestros males corresponden a nuestro aislamiento y cuando se acabe volverá la Arcadia feliz desarrollista, con inversores foráneos, por supuesto, que llegarán por tierra, mar y aire. Según finalizan las obras se va cayendo el mito. La autovía del Cantábrico parece
que sirve más para marchar que para llegar a Asturias, si atendemos al éxodo juvenil de los últimos años. Pero da igual, todo se arreglará cuando entre en funcionamiento la variante de Pajares y nos inunden de inversiones a través de sus túneles. La utopía economicista nunca llega en medio de transporte alguno. Asturias no tiene un problema económico. Tiene un problema cultural –el del ensimismamiento de sus habitantes, siempre esperando soluciones mágicas que llegan de fuera– que tiene graves consecuencias económicas.

POSINDUSTRIA. El sector industrial lleva un siglo siendo esencial en Asturias, aunque desde finales del pasado los servicios van por delante. Y tendrá que seguir siendo relevante, pero hay que prepararse para una sociedad posindustrial en la que el peso de la industria pesada y tradicional que conocemos será declinante, por los dictados de la globalización y la necesidad de preservar el medio ambiente. Tampoco la dependencia de grandes multinacionales es conveniente, como se está viendo con Alcoa y podría pasar incluso con Arcelor. Asturias necesita clausurar los chiringuitos públicos y abrirse a sectores de futuro, como el metalmecánico o el agroalimentario, que en algún caso ya son emergentes a través de empresas punteras. Y apostar por las pymes y los autónomos, porque ahí está la mayoría del empleo y solo los propios asturianos podemos regenerar nuestro tejido económico. Una oportunidad enorme para ello se perdió con el reparto de los millonarios fondos mineros, despilfarrados en corrupción y en todo tipo de proyectos innecesarios, incluyendo un campus universitario, mientras se obviaba la inversión productiva. También parece un clamor la necesidad de apostar por la investigación y por la siempre anhelada y nunca ejecutada área metropolitana, complementándola con discriminación positiva, sobre todo fiscal, para una Asturias rural que se está despoblando, aunque tiene enormes posibilidades de generación de riqueza. Muchas de estas ideas y proyectos de futuro ya están estudiadas y expuestas, incluso en ámbitos políticos e institucionales. También en la Universidad, aunque podríamos precisar con rigor que más bien en los trabajos de muchos universitarios. Pero sobre todo a través de la sociedad civil, con iniciativas como las de Compromiso Asturias XXI. Hasta la FADE se ha lanzado recientemente a este debate público con sus 22 propuestas urgentes.

No sé si toda esta tormenta de ideas serán ensoñaciones bucólicas bajo las nieblas del invierno cantábrico, porque en realidad en esta Asturias gerontocrática se sigue viviendo muy bien, y es un lugar bello y amable, aunque de esos baremos no se ocupa el economicismo. Solo sé que Asturias se salva pensando.

 

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