Thibaud Saintin / Foter.com
Pablo Álvarez Fernández
Llovía sin parar cuando salieron del pozo. A pesar de ser poco más de las siete de la tarde, ya era de noche. El frío del invierno asturiano invitaba a buscar refugio y el jefe cruzó la carretera y caminó decidido hacia la entrada del club.
–Daos prisa guajes que me está esperando Sara en el “despacho”.
Sus dos acompañantes asintieron y apuraron el paso para abrirle la puerta. El jefe mandaba y ellos cumplían órdenes, ese era el precio de su liberación. Si estaban allí no era por tener madera de sindicalistas; ahí flojeaban, sus habilidades eran otras. Ellos no negociaban convenios, ellos repartían hostias. Y sus hostias eran universales: lo mismo valían para esquiroles, que para capataces, que para compañeros rebeldes. Donde no llegaban las artes negociadoras del jefe, llegaban sus puños.
El jefe tenía un “despacho” y una Sara en cada pozo, aquellos antros donde muchos mineros desfogaban antes o después de entrar al pozo. Antes y después, dependiendo de la fecha del calendario, tenían también una importancia vital para él: era allí donde obtenía la información de todo lo que ocurría en el interior de la mina, era entre copas y mujeres de pago donde los mineros se relajaban y, además de abrir la cartera, abrían la boca.
El local estaba casi vacío y un olor a perfume barato mezclado con desinfectante lo impregnaba todo. Tres picadores golpeaban la barra con fuerza mientras proferían maldiciones bajo la atenta mirada de Sara. Ella fue la primera en verlos entrar.
La mujer avanzó hacia ellos contoneándose. Aquella gallega de mirada viva, formas redondas y voz cazallera era la única persona que conocían capaz de dirigirse al jefe de tú a tú. Había toreado en muchas plazas para asustarse con nadie, por muy líder que fuera este.
–No contaba con vosotros hoy. ¿Se ha puesto muy dura la patronal?–, le preguntó, mirándolo a los ojos mientras con la mano le acariciaba la entrepierna.
–¿Dura? Duros son mis cojones Sarita, y no hay empresario que se atreva a intentar tocármelos. Eso solo te dejo hacerlo a ti que eres una profesional y me sales más barata. Anda, ponles una copa a estos dos y vamos tú y yo al “despacho” a ponernos al día.
Los tres de la barra, que no habían vuelto a abrir boca, aprovecharon el momento y, después de musitar un buenas noches casi inaudible, abandonaron el local a toda prisa.
Sara dejó a las sombras del jefe entretenidas con whisky y cacahuetes revenidos y pasaron a lo que él llamaba despacho, que no era más que una pequeña salita en la que solo había un sofá de escay y una tragaperras apagada.
–¿Que cojones les pasaba a esos tres, que se han marchado como alma que lleva el diablo?
–Están quemados, jefe, dicen que el acuerdo os condena a desaparecer en un futuro.
–¡Serán cabrones! Cuando les diga que van a irse para casa con 45 años y los bolsillos llenos verás como no protestan tanto.
–Es eso lo que no acaban de creerse. Y no solo esos tres, todos los que pasan por aquí repiten esa misma letanía, y yo la verdad que los entiendo. ¿Qué gana el gobierno dejando caer esa lluvia de millones encima de vuestros cascos?
–¡Votos, Sara! ¡Igual que yo! Los votos son poder, compañera mía, y el poder hace que la fuente del dinero no se seque nunca para quien la maneja, porque solo quien tiene poder abre y cierra el grifo a su antojo. Y no solo eso: ese dinero, esa pólvora ajena con la que disparan, es el veneno que va a matar la conciencia de clase, y ellos lo saben tan bien como lo sabemos tú y yo.
–Pero no es sólo la conciencia de clase la que va a morir. Si la minería desaparece, el resto iremos detrás. ¿No te das cuenta de eso? ¿No ves que firmar eso es vender tu alma al diablo? ¿No te das cuenta que tú también estás prostituyéndote?
–Sí, Sara, pero la cama la ponen ellos y el precio lo pongo yo.
–Eres un hijo de la gran puta.
–Lo sé. Aprovecha y ven a chupar tú también de mis fondos–, dijo, mientras bajaba la cremallera de la bragueta con parsimonia.
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