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Cine en serie

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Cine en serie

Mariano Antolín Rato / Hace casi cien años Rafael Alberti exclamaba: «Yo nací —¡respetadme!— con el cine». A finales del siglo XX Susan Sontag diagnosticó la fase terminal de ese arte. Ahora abundan los obituarios que lamentan la muerte del cine. Sus autores, intelectuales de prestigio reconocido en las academias o medios de comunicación oficialmente prestigiosos, dictaminan que uno de los principales causantes de tal fallecimiento son los medios audiovisuales. Y destacan de modo especial el papel desempeñado por las series televisivas.

De esto, el desplazamiento del interés del público hacia las narraciones por episodios de la televisión, se ocupa con el estilo sesudo y radical que le es propio el último número de la revista Caimán. Subtitulada «Cuadernos de cine» es una publicación mensual heredera de la mítica francesa Cahiers du Cinema, su reconocida inspiradora. Leí con interés los artículos dedicados al asunto tan debatido y, en contra de mis preferencias, la conclusión a que me llevaron se resume en que se trata de una cuestión estéril. Pues, según sus informadísimos autores, la televisión cinematográfica —y también la otra— se encuentra en constante mutación. Con lo cual confirman algo que sabe quien quiera. Y en especial los que con demasiada frecuencia padecemos las insoportables programaciones o buscamos películas capaces de devolvernos el goce del arte popular que —y sin necesidad de solicitar respeto— nos lleva proporcionando deleite, admiración y hasta modelos de comportamiento desde niños.

Sin embargo, no todo, por supuesto, se reduce a eso. La revista realiza un sólido recorrido por las distintas fases de la producción cinematográfica. Los argumentos —en ocasiones un tanto abstrusos— resultan brillantes y acertados casi siempre. Uno de los muchos ejemplos que analizan es el de la desaparición en los estudios de «la película de prestigio» financiada con las de mayor éxito. Y así menciona el caso de Paul Scharer considerando el «bombazo comercial» de Titanic, en 1997, una gran noticia porque «significaba dinero para todos». Actitud que me recordó, pasando al terreno literario, la de Juan Goytisolo más o menos en la misma época. Para él, la existencia de libros de contenido y escritura deleznable que se vendían mucho permitía a las editoriales publicar algunos de alta calidad literaria —supongo que incluía los suyos entre ellos—.

Veinte años después la realidad es muy otra. El dinero ganado con una película que continuó siendo el fenómeno de taquilla del primer fin semana se invierte exclusivamente en la que sea más de lo mismo. Y los libros que ocupan los primeros puestos en las listas de ventas sirven para editar «productos» que prometan grandes ganancias.

En otro de los recomendables trabajos del comentado número de Caimán —es el 59, publicado en abril de 2017— se menciona al crítico de cine del New York Times que consideró Los soprano «el producto cultural más importante de los últimos veinticinco años». Opinión compartida por bastantes de los demás colaboradores partidarios posteriores de la teleficción al referirse a The Wire, Mad Men, True Detective y algunas series más.

Como no soy aficionado a seguirlas —normalmente me canso al tercero o, como mucho, cuarto episodio— no me queda más remedio que fiarme de tales elogios. Y a pesar de mi seguramente equivocada impresión de que en los episodios —al igual que en las malas novelas por entregas del XIX— se repiten situaciones y relaciones fijadas desde el principio, reconozco que a veces en ellos aparecen muestras del cine que me gusta: elecciones que interactúan con todas las demás, matices, cambios de ritmo, armonías que tienen vida dentro de un conjunto… Y así, sea en la pantalla de una sala de cine o de un televisor, la magia de la imagen en movimiento continúa conmoviéndome. Es lo que pasó al final del cuarto episodio —primera temporada, claro— de True Detective. El cierre con un plano secuencia de casi diez minutos sigue siendo autentico buen cine. Que lo compruebe cualquiera de los agoreros empeñados en que los acompañemos al entierro del arte cinematográfico.

PUBLICADO EN ATLÁNTICA XXII Nº 50, MAYO DE 2017

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