Un estudio de los economistas Josep Pijoan-Mas y Manuel García Santana expone cómo se ha desmoronado la economía española mientras el clientelismo político, en paralelo, no paraba de crecer

Foto: Pablo Lorenzana
Rafa Balbuena | Periodista
Pocas veces se ha planteado cuánto dinero del erario público se desvía al capitalismo clientelar, como denomina al fenómeno el ámbito académico. A este fin, dos profesores de Economía, Josep Pijoan-Mas (del Centro de Estudios Monetarios y Financieros) y Manuel García-Santana (de la Universidad Pompeu Fabra), decidieron recopilar, ordenar y confrontar una maraña de datos recabados en toda España, llegando en 2016 a unas conclusiones absolutamente demoledoras: “En los primeros años 90 y hasta 2007-2008, la tasa del PIB per cápita español aumentó a un ritmo del 3,5% anual, que es mucho para el entorno europeo, mientras que la productividad agregada no solo no subía, sino que descendió”, constata el profesor Josep Pijoan. Según el estudio, esto se debe a que, al menos desde ese momento “la economía en España creció a base de grandes entradas de capital derivadas de la bajada de tipos de interés”, la mayor parte de ellos procedentes de Europa. Un efecto que en Asturias, por otra parte, lleva automáticamente y por el subconsciente a rememorar ese difuso sintagma denominado “Fondos Mineros”.
Las obras faraónicas y su ficticia imagen de grandiosidad, a menudo vendida como argumento electoral, terminaron cuando en 2008 se constató que la economía global no solo no iba bien, sino que aquel estado de la opulencia era un bluf en toda regla. Y con el comienzo de la crisis, en el caso español se desveló que la recesión tuvo aquí unas connotaciones especialmente serias. “El ladrillo lo tapó todo, y cuando reventó la burbuja quedó a la vista ese ‘solar vacío’ que había tapado el problema de fondo, que no es otro el capitalismo clientelar”, afirma Josep Pijoan. De nuevo las cifras, aunque sean promedios indicadores, son pavorosas: “La conclusión cuantificable es que en 30 años se perdió cada año entre un 1,5 y un 2% de crecimiento de productividad por el aumento del clientelismo”, lo que en términos comparativos “se traduce que en España bajaba la productividad en un 0’8% anual, mientras en Europa crecía al 0’7 o 0’8%”.
¿Pero por qué el ladrillo y no otro sector? “Por la sencillez de que con la firma de un concejal o una recalificación de terrenos se pueden generar buenas rentas (incluso a medida) para una empresa de construcción o de otra clase de obra”, sostiene el profesor Pijoan. La falta de control a las administraciones (amén de ese virus tan hispánico de la picaresca y las pequeñas corruptelas sumadas una sobre otra) siembran el terreno donde crece el problema. Y mientras en el concurso público se soslaya aquello de “igualdad, mérito y capacidad”, en la empresa privada pierde peso el principio de competitividad y mejora de servicio ofertado, al tiempo que se normalizan (es un decir) eufemismos absurdos como “externalización”, “regulación de jornadas laborales” u “optimización de recursos” para tapar el ansia por los máximos beneficios sin reparar en la mengua de la calidad del trabajo ofertado.
Las consecuencias van cayendo como fichas de dominó. Por ejemplo, ya no es que no extrañe que los materiales empleados en muchas obras públicas no sean de buena calidad y no duren: lo que es preocupante es que un camión repleto de material de construcción –o de cualquier carga– vuelque ahora en medio de una autovía por no cumplir las normas estipuladas de carga o de seguridad, generando un caos circulatorio ante el que las administraciones no cuentan siquiera con personal propio para solventarlo, debiendo recurrir a la no menos opaca contratación de servicios privados para trabajar mano a mano con bomberos o policía.
De este modo el clientelismo “explica por qué hay empresas que donan grandes sumas de dinero a partidos políticos”, razona Pijoan, que muy lejos de ser aportaciones desinteresadas devienen en auténticas transacciones con el poder como motor de compraventa. “Observamos que en esos años los recursos productivos (empleo y crédito) no se asignaban a las mejores empresas, sino de forma bastante arbitraria”. Este fenómeno perverso “se da en todas las autonomías sin excepción y sin que haya una incidencia especialmente llamativa o más intensa en unos lugares sobre otros”.
UN VIEJO MODUS OPERANDI
Mirando atrás, la fecha de referencia a la hora de empezar a descubrirse los escándalos de corrupción podría ser 1989 y el estallido del caso Juan Guerra, que propició la caída del vicepresidente Alfonso Guerra y, por extensión, el declive del socialismo felipista. Pero en realidad el problema viene de mucho antes. Según Pijoan, “el clientelismo es propio de dictaduras, y en una sociedad con poco recorrido democrático como la española es hasta cierto punto comprensible que prevalezcan modelos de gestión enraizados en esa forma de gobierno”. Comprensible y no justificable, ya que a su juicio “en este momento no hay en España suficientes mecanismos de control a los partidos políticos. No soy jurista, pero creo que la Constitución del 78 requiere una reforma: da muchísimo poder a los partidos precisamente por reacción a su inexistencia en la dictadura”, añade. Tal exceso de potestades deriva “en que tengan capacidad de nombrar al gobernador del Banco de España, a los miembros del Tribunal de Competencia o a jueces”, socavando la separación de poderes y abriendo la puerta a lacras que van desde las concesiones ilegales a la prevaricación. Josep Pijoan no duda en poner “como ejemplo más claro la trama Gürtel: el juez instructor, Garzón, había metido en la cárcel a la cúpula de ETA, a la gente del GAL o a los narcos gallegos, pero al investigar al PP acabó inhabilitado”.
Mal arreglo pinta para prácticas tan arraigadas, que se intentan neutralizar invocando al Estado democrático y de derecho. ¿Confundimos democracia con el simple acto de depositar un voto en la urna? “Desde luego, el voto es condición necesaria pero nunca suficiente para que una democracia funcione como es debido”, sentencia Pijoan apuntando directamente a la mentalidad que rige el funcionamiento interno de la política española. Por su trabajo, él y el profesor Santana fueron finalistas del Premio de la Ciencia del diario La Vanguardia en 2016. Sintomático, pese a lo clarividente de sus resultados, que su estudio no haya obtenido siquiera una centésima parte de la repercusión que generan los hechos y escándalos que analiza. Una circunstancia que invita a la reflexión.
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