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Del refugees welcome a la pobreza y la soledad

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Del refugees welcome a la pobreza y la soledad

España deja a muchas familias de refugiados en tal situación de abandono que terminan por emigrar de nuevo

Mujer refugiada tras llegar a la Estación Sur de Madrid a finales de 2015.

 

Artículo publicado en el número 58 (septiembre de 2018)

Texto: Fabiola Barranco / @FabiolaBarranc1

Fotos: Fabiola Barranco y Olmo Calvo

Mientras amamanta al pequeño de sus cuatro hijos, sentada en los cojines del modesto salón de estilo árabe en su casa, Wesal escribe en un papel las cuentas de la economía familiar. «De REMI (Renta Mínima de Inserción Laboral) eran 650 euros, pero ahora ha subido un poquito, son 707 euros. El alquiler del piso son 575 al mes. De ahí, nos quedan 132 euros para vivir seis personas», dice, mientras rodea con el lápiz los números de la supervivencia de su familia, procedente de Siria y refugiada en Madrid desde 2015. En 2012, huyeron de Siria, cuando las llamas y la violencia empezaban a arrasarlo todo, incluida la vida de su hermano asesinado por un francotirador del régimen de Assad. Primero buscaron refugio en Jordania, un país que alberga a unas 620 mil personas sirias, pero que cuenta con una deficiente infraestructura de acogida. Esto les llevó a inscribirse en el programa de reubicaciones pilotado por ACNUR (la agencia de las Naciones Unidas para los Refugiados).

«En un principio nos dijeron que iríamos a Estados Unidos y después a España». Así fue cómo llegaron, «sin saber nada del país» que se convertiría en su nuevo hogar y «con cinco euros en el bolsillo». Después llegó la etapa en el Sistema de Acogida e Integración, que se divide en tres fases y dura 18 meses, prorrogables a 24 en casos vulnerables. Durante los primeros seis meses, mientras se resuelve su situación legal, son acogidos en centros gubernamentales o gestionados por una ONG. En este tiempo, además, se les ayuda a cubrir sus necesidades básicas y acuden a clases de español.

La segunda fase, de otros seis meses, corresponde a la integración. Los solicitantes reciben permiso de trabajo y deben alquilar una vivienda propia donde empezar de nuevo. A cambio, reciben una ayuda para el pago de la renta que oscila entre 380 euros por persona y 700 para unidades familiares. La tercera y última fase es la de la autonomía, donde ya solo perciben algún apoyo económico puntual. Sobre el papel todo este recorrido puede parecer fácil, pero en la práctica no lo es tanto. Según el informe ¿Acoger sin integrar?, elaborado por la Cátedra de Refugiados y Migrantes Forzosos (IUEM) de la Universidad Pontificia Comillas ICAIIcade, el Instituto de Derechos Humanos Pedro Arrupe de la Universidad de Deusto y el Servicio Jesuita a Migrantes, el paso de la primera fase a la segunda y tercera, es un «abrupto periodo de transición» en el que se dan «múltiples dificultades y riesgos: problemas de acceso y permanencia a alojamiento, desempleo y precariedad laboral, proceso de adaptación sociocultural, pobreza y fuerte ajuste de expectativas personales y materiales, etcétera.»

Wafa (a la derecha, con pañuelo amarillo) y algunos de sus familiares días antes de ser desahuciados.

Estas barreras que ya florecen en mitad del itinerario de acogida impuesto por el Gobierno desde el Ministerio de Empleo y Seguridad Social, se vuelven prácticamente infranqueables una vez que finaliza, «creándose situaciones de precariedad muy complicadas», como apunta Raquel Santos, coordinadora de Inclusión en CEAR, que a su vez remarca que «más de un 80% de las personas que terminan el itinerario de ayudas, lo hacen sin ningún otro ingreso o recursos propios.» Esto significa que, en la mayoría de los casos, las personas refugiadas en España salen del programa de acogida cargados con una mochila de vulnerabilidad, nada proclive a la inclusión social. Un aspecto que la Administración desoye, ciñéndose a un «sistema de tiempos muy rígido y poco flexible», como lo define Santos.

El acceso a la vivienda es uno de los talones de Aquiles de cualquier intento de reanudar una vida, marcado por el aumento de los precios de alquiler y las exigentes condiciones, como la presentación de nóminas, fianzas más altas… La falta de miras en el propio Sistema de Acogida e Integración también se puede observar en este aspecto, ya que, aunque en la segunda fase las familias refugiadas reciben apoyo económico para el alquiler de una vivienda, suele pasar que el «precio excede el límite máximo establecido en las ayudas para el alquiler, por lo que para asumir este pago se tiene que destinar una parte de otros conceptos de ayuda, como la prevista para la atención de las necesidades básicas», como así señalan en el Informe de la Comisión Española de Ayuda al Refugiado (CEAR) de 2018. Además, cuando esta prestación concluye, no pueden afrontar los pagos, por lo que tienen que buscar otras opciones, acaban en situación de sinhogarismo o son desahuciados de las viviendas.

Wafa, junto con sus padres, hermanos y sobrinos, se convirtieron en 2016 en la primera familia de refugiados sirios desahuciados en España, después de no poder pagar el alquiler de 700 euros mensuales por un piso de tres habitaciones en la localidad madrileña de Alcobendas. Una vez que salieron del itinerario de acogida, el único sustento de esta familia de 11 miembros pasó a ser el salario de 200 euros al mes que esta joven recibía trabajando en una pastelería árabe, así como algunas ayudas puntuales de diferentes organizaciones sociales. «Bastante difícil es empezar por debajo de cero, yo ahora no puedo pensar nada más allá de ‘qué voy a comer’ o ‘si los niños podrán comer mañana’. Se trata de pensar cada día en sobrevivir», lamentaba. La barrera del idioma y el racismo también calan en el mercado inmobiliario.

Wesal en su casa con sus hijos.

La primera vez que Wesal fue rechazada por unos propietarios al verla con velo, se sintió derrotada. «Lloré muchísimo ese día», recuerda. Después buscó otras soluciones. Cuenta que una voluntaria hispano-siria fue quien acudió a la entrevista con la inmobiliaria. «Gracias a ella vivimos en esta casa», dice profundamente agradecida. La incorporación al mercado laboral es otro de los grandes retos dentro de la inclusión de las personas refugiadas, solicitantes de asilo y migrantes en general. Si bien es cierto que los refugiados cuentan con un permiso de trabajo desde los seis meses de estancia, las oportunidades de conseguir un empleo son mínimas o están marcadas por la precariedad y la economía sumergida. Las dificultades para convalidar sus títulos y acreditar experiencia profesional es otro aspecto en detrimento de las oportunidades laborales, quedando relegados a trabajos no cualificados. En el caso de Wesal, uno de sus sueños es homologar sus estudios como técnica de laboratorio clínico para recuperar su antigua profesión en Siria.

Una tarea burocrática, «muy difícil de conseguir», que implica repetir formación en el sistema educativo español. Sin abandonar sus expectativas de futuro, pero afrontando el presente, Wesal aborda la supervivencia haciendo comida por encargo. Desde su pequeña cocina se mueve con desparpajo mientras elabora baklava (dulce de frutos secos y miel), kibbe (croquetas de carne y trigo), y otras tantas delicias sirias. «Con lo que voy ganando puedo comprar medicamentos, pagar algunas facturas o comprar de vez en cuando verdura y fruta para los niños». Entre sus peripecias para «ofrecer una vida mejor» a sus hijos incluye los bancos de alimentos, como el de la iglesia de San Juan de Ávila, del madrileño barrio de Carabanchel. No obstante, rememora con especial dureza los primeros dos meses después de salir del programa de acogida, que además coincidieron con el nacimiento del pequeño de sus hijos. «No teníamos, nada, nada, nada», sentencia. Cuando finaliza el periodo del Sistema de Acogida e Integración, las familias que no han alcanzado una autonomía real –como ocurre en buena parte de los casos– atraviesan un momento crítico.

Pasan a acceder a programas sociales que dependen de los gobiernos autonómicos y locales cuyos requisitos de acceso, tipos de prestación y seguimientos, varían en función de la comunidad autónoma. Un ejemplo muy significativo son las Rentas Mínimas de Inserción (REMI). En lugares como Euskadi o Canarias para lograr estas prestaciones es necesario superar tres años o más de 12 meses desde el primer empadronamiento, respectivamente. En Asturias, se exige que hayan transcurrido al menos dos años. Mientras en Andalucía, desde noviembre de 2017, las personas solicitantes de protección internacional, apátridas y refugiadas pueden solicitar la REMI sin necesidad de acreditar un tiempo mínimo de empadronamiento. También se dan cambios negativos, como ocurrió el pasado año en la Comunidad de Madrid, después de que el Gobierno regional ordenara que no se valorasen las solicitudes de esta renta por parte de personas solicitantes de protección internacional al considerar que, en términos jurídicos, no tienen permiso de residencia, sino de estancia. Aunque estos subsidios tienen el fin de evitar la exclusión, puede suceder que consigan el efecto contrario.

Un grupo de voluntarios que se organizaron y acudieron a la Estación Sur de Madrid acompaña a los refugiados que acaban de llegar, a finales de 2015, tras darles la bienvenida y ofrecerles sus casas para alojarse.

«Si me hacen un contrato de unos días en algún trabajo me quitan la ayuda. Estoy continuamente en un círculo sin salida», explica Wesal y aclara que es algo que afecta a «muchas otras familias». Una espiral de la que algunos solo encuentran salida en el norte de Europa. Como Tarek y Amal (nombres ficticios), que, junto con sus hijos de cinco y siete años y un bebé, pusieron rumbo a Alemania a finales de 2017 para empezar de cero por tercera vez desde que escaparan de la guerra. Lo hicieron asumiendo el riesgo de ser deportados por el Convenio de Dublín –la ley que obliga a los países de primera entrada en la Unión Europea a registrar y asumir las demandas de asilo– y con la esperanza hecha añicos, agobiados por la falta de empleo y las dificultades para acceder una vivienda en España. «Aquí estamos mucho mejor atendidos, me dan la oportunidad de estudiar el idioma durante dos años y luego me ayudarán a buscar trabajo», celebra Tarek desde Alemania, el país que más refugiados acoge en Europa.

Wesal, Wafa, Tarek y Amal, como tantos otros, llegaron sin nada ni nadie en quien apoyarse. Al dolor de la huida y el exilio se suman las dificultades para volver a tejer redes sociales de apoyo, necesarias para hacer frente a la precariedad y riesgos de exclusión durante sus primeros años en España. Muchos se quejan de no tener acceso a personas nativas, especialmente, durante su estancia en los centros de acogida. Esto explica que experimenten sentimientos de soledad o que el círculo de confianza y soporte se reduzca entre personas que también son refugiadas y atraviesan situaciones similares. No obstante, el carácter abierto y cálido de la ciudadanía en España para relacionarse hace que sea de los países más agradables en ese plano. «Aquí hay gente muy, muy, muy buena que si no estuvieran en mi vida, yo estaría fatal. Ellos me dan ánimos para vivir y fuerzas para quedarme», confiesa Wesal con un nudo en la garganta que entrecorta su voz. Y es que ese es el motor de una sociedad de acogida, la gente.

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