Boro González
Hace poco más de un mes mi abuelo murió, tenía 94 años. Se fue apagando cada día, no sin resistirse y plantar una lucha final contra la muerte y su propio ser que no hizo más que hacer todo un poco más difícil. Él se ha muerto, pero empezó a hacerlo hace unos meses cuando tuvieron que irse de su casa a una residencia de ancianos.
Mis abuelos se fueron de su casa sabiendo que no volverían nunca más. Abandonar esas paredes era cerrar una etapa de su vida para encarar el fin, y ellos lo sabían. Esa gran hija de puta que es la vejez dio un golpe de estado definitivo y consiguió imponerse. El paso del tiempo es a la vez lacra y regocijo. Conseguir acercarse al siglo de vida suele venir más acompañado de enfermedades y dolencias que de alegrías. El que dejaran su casa fue doloroso pero necesario, para ellos y para la familia: para todos.
Vaciamos la casa y repartimos los enseres, poco a poco, entre unos y otros. La constatación de que la vida no se detiene; y si uno se queda parado ésta te arrastra y despedaza. Empaquetamos recuerdos, fotos, sentimientos y vivencias que quizá ya nadie vuelva a abrir y vaya todo a algún vertedero. Porque la mayoría de nosotros acabará en nada, en el olvido absoluto; la historia de nuestra vida será olvidada en tres generaciones.
Muchas de esas cajas y maletas que contenían la vida de mi familia estaban repletas de libros. Pasé tardes enteras tratando de clasificarlos y ordenarlos en mi biblioteca: sentado en el suelo entre montañas de libros. Encontré alguna que otra joya, pero me quedo con una edición de bolsillo de El extranjero de Camus. El libro estaba gastado, subrayado y con múltiples anotaciones. En la primera de sus hojas encontré una dedicatoria que ponía: “A Valentín, como recuerdo de la mili. Ceuta 1980”. Valentín es mi padre, y me fue imposible no imaginármelo sentado en la litera del barracón, con la barba poblada y la piel curtida por el sol africano, leyendo estas hojas: sintiéndose un apátrida, sirviendo a un Estado en el que no creía y por el que tantos hombres habían sacrificado su vida.
Durante muchos años tenía un pacto con mis abuelos, el pacto del periódico: todas las tardes iba a su casa a leer La Nueva España. Poco importaba que ya hubiese leído la prensa, esperaban mi visita diaria, a la que yo trataba de no faltar nunca. Mi abuelo escudriñaba el periódico, se lo leía de izquierda a derecha y de derecha a izquierda.
Los años, los achaques y la pérdida de visión fueron haciéndole esta tarea cada vez más costosa, pero no se resignaba. La lectura fue cada vez deviniendo en menos, hubo un tiempo que solo lograba leer los titulares y poco más, hasta que se le hizo imposible. Conseguía, con mucha dificultad, interpretar algo de lo que venía en portada o escrito en tipografía más grande.
Últimamente, ya, ni eso, pero él seguía suscrito y el periódico llegaba todas las mañanas a la puerta de casa, simplemente para que yo fuese a leerlo. Era, sin decir nada, un acto de amor que tenía para conmigo y una manera de transmitir la importancia de la información y la prensa. Porque las pasiones no se explican ni se cuentan, se contagian.
En “La Nueva” aparecieron mis primeras publicaciones, que ellos leían -mi abuela se las leía a mi abuelo cuando éste no podía-, recortaban y guardaban como el mayor de los tesoros. La prensa era la excusa perfecta para pasar un rato juntos, tomarnos algo y hablar; algo que si no era la felicidad se le parecía mucho.
Ahora que él ya no está y mi abuela está en una residencia, se acabó esta maravillosa rutina. No pocas tardes, al pasar por delante del portal o contemplar las que fueron sus ventanas, ahora abiertas, me entran unas ganas irrefrenables de volver a esos días: pero es imposible.
Lo importante, tanto en la vida como en los periódicos, es el momento, el día a día. Lo que no se disfruta en el instante exacto ya no vuelve jamás, acaba perdido en la nebulosa de nuestros recuerdos, y de aquí a la nada.
PUBLICADO EN ATLÁNTICA XXII Nº 56, MAYO DE 2018
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