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Atlántica XXII

Emilio Benallas, pintor vagabundo y sin escuela

Cultures

Emilio Benallas, pintor vagabundo y sin escuela

Emilio Benallas es un pintor callejero. / Foto: Iván Martínez.

Artículo publicado en el número 57 (julio de 2018)

Bernardo Álvarez-Villar

Emilio Expósito Benallas dice que es un desheredado ya desde antes de venir al mundo. Su cuerpo es un mapa en el que pueden leerse 49 años de calle y comisaría, de arte y marginación: unas venas punzantes como alambre de espino palpitan bajo sus brazos enjutos; varios dientes quedaron por el camino y, los que resisten, se ven endebles, negros y descuidados. Emilio llega sereno a la ovetense plaza del Paraguas, que para él es a ratos sala de estar y sala de exposiciones. Por esas venas picadas de jeringuilla en los 90 corre sangre de héroe nacional. Su tío abuelo paterno, Fernando Villaamil, fue el diseñador del primer buque destructor de la historia y el militar de mayor graduación fallecido en la batalla naval de Santiago de Cuba contra la flota estadounidense. Nunca se encontró su cadáver, pero una estatua en Castropol recuerda la gesta de su paisano.

De su padre le viene también cierta tendencia al extravío: «Cuando yo tenía un año mis padres se separan porque mi madre cazó a mi padre con un hombre. Emilio se llamaba el amante de mi padre, y mi madre entonces empezó a llamarme Avelino, como mi abuelo… Eso marcó toda mi infancia». A Emilio le gusta recordarse como un niño raro y debilucho, callado pero atento y soñador: «Yo era el último, el más enclenque en un pueblo de Mieres de gente ruda. Fui un niño solitario, perdido en un mundo que no era el mío y muy atento, curioso… Escuchaba, observaba e intentaba comprender».

La pasión por el dibujo le nació en aquellos años, retratando a su madre y recibiendo elogios de sus profesores. Quiso estudiar Bellas Artes, pero en casa no había dinero y a los 15 años Emilio ya andaba de traje y corbata vendiendo seguros por Mieres junto a su hermano. «Yo era listo, espabilado; pero me metía en todos los líos. Siempre lo hice todo del revés», dice recordando una época que se torció pronto, cuando encontró la heroína.

AISLARSE DEL MUNDO
«De aquella no era yo. Veía a los yonkis, las jeringuillas y esas cosas feas, pero yo no era de esos: yo fumaba heroína. Pero empiezas a notar que aquello no tiraba y acabé haciendo unas cosas… Siete años de atracos, delincuencia: tengo cien mil entradas en comisaría. Hasta que en el 97 me pillaron traficando con pastillas y el juez me mandó a cumplir condena en Proyecto Hombre. Estuve casi dos años y me dio la vida. Entré queriendo engañarlos pero luego me dejé ayudar, a ver qué pasaba. Allí te cuidan, no estás solo, empecé a tomarme en serio el dibujo y pude aislarme del mundo… Uno en la vida no tiene tiempo para meditar».

Salió de Proyecto Hombre limpio de heroína pero con un furor que le ardía en la sangre: «Quería volar y me emborraché de poder, que en el fondo es un gran fracaso. Quise llegar a lo más alto y fracasó todo». En 2003 la fiebre inmobiliaria estaba desatada, y Emilio se marchó a Marbella para montar una empresa de construcción. Fue creciendo, fue ganando obras y engordando su cuenta hasta que sus tratos con un marroquí que le proveía de inmigrantes como mano de obra le llevaron a cumplir prisión preventiva en la cárcel malagueña de Alhaurín.

«No me metieron aquí cuando fui malo y me metieron allí cuando intentaba hacerlo bien», es lo que se le viene ahora a la cabeza. Ningún tribunal llegó a juzgar si era culpable o inocente de los delitos que le imputaban, pero casi dos años pasó entre rejas «en un ambiente muy tenso, de pura supervivencia. No puedes mostrar ninguna debilidad, y eso fue demoledor para mí». Tras los muros de Alhaurín fue donde Emilio empezó a vivir del arte, cobrando a los presos por hacer retratos a carboncillo de sus familiares.

«Al salir pasé dos años muy malos vagabundeando por Málaga, viviendo en albergues sin un duro, con gente muy chunga. Pero me iba al museo Picasso y empezaba a volar mi cabeza: algún día, algún día…».

«NOSOTROS LOS MARGINADOS»
Emilio volvió a Asturias solo y atormentado por remordimientos: «No vi morir a mi madre por ambición, por estar en Marbella con la empresa». Quiso quedarse en Oviedo para  rehuir los recuerdos de la juventud en Mieres, los robos, la heroína. Y la ciudad en la que había nacido le regaló una iluminación: «Me di cuenta de que mi vida había quedado truncada y lo único que me quedaba era pintar. Lo único que sé hacer bien, lo único en lo que no tengo que dar explicaciones es en mi arte. Pero yo no tengo escuela de nada, entonces, ¿qué me quedaba? Pues la calle, ¿acaso hay mejor galería?».

Ahora come de un salario social de 440 euros, muy por debajo del umbral de la pobreza, pero una sabiduría epicúrea asiste al pintor, que dice que eso le basta «para convertirme en lo que quiera sin preocuparme por subsistir. Estoy libre de familia, trabajo e hipoteca: puedo dedicarme a preguntar, a mirar y a pensar».

Ha visto el miedo y la desconfianza en las miradas que le cruzan en la calle «por mi apariencia, por vagabundo y desdentado», pero ni le preocupan ni guarda rencor. «Aunque tenga este aspecto, nadie sabe lo que puedo llegar a esforzarme ni todo lo que he cambiado». Emilio es feliz, no teme a la muerte, tiene lo necesario y la conciencia en paz.

«El arte me ha salvado la vida, es lo único que me ha mantenido unido a mi destino. Entiendo el arte como un vehículo para hacer entender que nosotros los marginados, los últimos del mundo, abandonados en albergues y cocinas económicas, los fracasados, todavía tenemos mucho que hacer y decir».

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