Áurea Quintial, ganadera láctea, pasea junto a su hijo por su finca en Cantabria. Foto / Patricia Simón.
Patricia Simón/ Periodista.
En un cercano país, un muy democrático régimen decretó que:
Los socorristas debían cesar de rescatar náufragos de los mares bajo amenaza de muerte. El deber del socorro fue proscrito y los salvavidas se convirtieron en piratas clandestinos que tenían que ocultar en las bodegas a los supervivientes auxiliados y desembarcarlos de madrugada, a riesgo de ser condenados por tráfico de personas.
Las mujeres supervivientes de violencia machista estaban obligadas a entregar a sus hijos a unos hombres que se presumía que podían ser “buenos padres”, pese a haber recluido, vejado, violado y molido a palos a las madres de las criaturas. Temerosas de que, como había ocurrido en otras ocasiones, el progenitor asesinase a los críos como forma de vengarse de la mujer que había osado abandonarles, se veían forzadas a huir, mientras el aparato estatal peinaba el territorio buscando a las prófugas.
Los trabajadores ya no ganarían lo suficiente para vivir y cuando hicieran huelga serían criminalizados desde los medios de comunicación del régimen. Se les describía como radicales peligrosos enemigos de los intereses de la nación y del bienestar de sus ciudadanos, dando por sentado que éstos pertenecían a una casta inferior que no entraba en esa categoría. Cuando el régimen lo consideraba oportuno, se recurría a la militarización de la prestación de los servicios para inhabilitar las huelgas. Los servicios mínimos eran del 90% y su incumplimiento se pagaba con cárcel.
Los emprendedores, una nueva categoría de trabajador pobre que el régimen –a través de sus voceros asalariados– convirtió en el nirvana aspiracional, se batirían en el ring de la precariedad convencidos de que si daban un poco más de sí, de que si trabajaban un poco más, algún día alcanzarían el estatus de aquella clase media de la que habían escuchado hablar. Muchos de ellos pasaron a engrosar las hordas de trabajadores pobres sin más. Quejarse estaba mal visto: «un trabajo era un trabajo», repetían desde el régimen.
Las mujeres que se atrevieran a defender públicamente que eran tan humanas como los hombres y que, por tanto, debían gozar de los mismos derechos, serían tachadas de radicales, de desviadas, de ir contra la naturaleza, de quejosas y de intransigentes. Recibían mensajes anónimos amenazándolas de muerte, eran ridiculizadas por otras mujeres poderosas y cuando denunciaban cobrar por una hora de trabajo menos de lo que costaba un café, eran despedidas sin contemplaciones.
Los labradores pasarían a ser un oficio del pasado. Aquellos hombres y mujeres ya no sabían qué hacer con sus manos encallecidas, que a tantas generaciones habían dado de comer. Las tierras se volvieron yermas de tantas semillas industriales estériles. Los que se dedicaban a la ganadería láctea entregaban su leche sin saber a cuánto le iban a pagar el litro cuando cobrasen al mes siguiente. Cada vez gastaban más en los antibióticos que le vendían –obligatoriamente– la misma empresa que cada vez les pagaba menos. Los que tomaban el café con leche en los bares de la ciudad les criticaban por vivir de las subvenciones. Cuando el último ganadero enterró a la última vaca, la gente ya se había acostumbrado a pagar por unas cápsulas de leche en polvo que les ahorraba el engorro de guardar tetrabriks en la nevera. Para su mejor almacenaje, en las fiestas señaladas se regalaban caros dispensadores que anunciaba un guapo actor de un lejano imperio.
Los dirigentes eran una clase social engrosada por familias que, en muchos casos, habían hecho sus fortunas con el tráfico y las plantaciones de esclavos en las antiguas colonias, el trabajo forzado de los represaliados políticos en las anteriores dictaduras y la corrupción de los fondos públicos, ya fuese robándolos directamente o con lo que llamaron “privatizaciones”: la compra a precios irrisorios de las infraestructuras básicas para la vida de un país y su posterior explotación a precios prohibitivos para la inmensa mayoría. Este reducido grupo, que se repartía los puestos en las altas direcciones de las empresas y en las instancias gubernamentales, inoculaba a través de su maquinaria mediática el mensaje de que todos aquellos sacrificios eran por el bien de la ciudadanía: de que se dejaba morir a gente en sus mares por su bien, de que los niños debían estar con hombres condenados por agredir a sus madres por su bien, de que debían trabajar para seguir siendo pobres por su bien, de que debían dejar morir la tierra y los ríos por su bien…
Así fue como el régimen convenció a la mayoría de que “El bien” eran ellos y “El mal” los otros, los que osaban cuestionarles, señalar sus espúreos intereses, sus manifiestas mentiras, su desprecio ancestral hacia los que no comulgaban con su posición privilegiada dictada por el sino y sus deidades. Noche y día radios y televisiones escupían discursos que repetían que eran “los otros” los que ponían en riesgo el orden, el bienestar y la paz de aquel país.
Un país tan cercano y tan lejano que cada día que nos despertamos nos cuesta más reconocernos.
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