Nos lo preguntaban siempre: «¿Qué es el Xixón Sound?», «¿hay un sonido Gijón?». Y nosotras fruncíamos el labio superior con hondo desdén pospúber y decíamos «Lo que hay en Gijón son grupos que paran por los mismos bares». Lo preguntaba el chaval con granos que grapaba uno a uno su propio fanzine, el periodista especializado que nos miraba paternal, o el del periódico nacional que no se enteraba de nada, pero que le habían dicho que algo estaba pasando en Gijón. Y nosotras, y todos los demás: «Que no, que el Xixón Sound no es más que una etiqueta de los medios de comunicación».
Eso era a principios de los 90. Cuando los grupos aún no eran indies sino alternativos; alternativos a la gran industria discográfica, a los medios generalistas, a las listas de éxitos. Cuando firmar con una multinacional no significaba triunfar, sino renunciar a tu libertad. Cuando aún no había Internet, se cantaba en inglés y llamabas a tus padres desde la pensión de la ciudad donde ibas a tocar para decir que habíais llegado bien. Eran los 90 y los sellos pequeños sacaban discos de grupos pequeños para un público igualmente pequeño. Un microcosmos que coexistía con la industria discográfica más comercial y que pronto llamó la atención de ese mercado siempre hambriento dispuesto a devorar cualquier nimiedad con visos de prosperidad.
Y sí, era verdad, en los 90 había muchos grupos de Asturias, y en particular de Gijón, que traspasaban fronteras y sonaban en toda España. Estaban Manta Ray, Penélope Trip, Nosoträsh, Australian Blonde, Doctor Explosión… Y es por ellos por quienes nos preguntaban a Undershakers en esas entrevistas en las que nosotras –como los demás– restábamos importancia al fenómeno local. Un movimiento cultural que con los años, lejos de dejar de interesar, ha seguido despertando curiosidad y, cada cierto tiempo, libros, reportajes y documentales lo vuelven a revisar como distintivo de Gijón.
Y resulta muy llamativo comprobar que la madurez generacional no ha contribuido a dar lustre al pasado y, lejos de la nostalgia, los músicos de la propia escena que animó la ciudad durante más de una década y captó la atención de sellos, medios y salas estatales, siguen a día de hoy describiendo sus vivencias con displicencia y desidia; restando importancia y dejándolas casi en anécdota generacional, algo que Juan Carlos Fernández, guitarrista de Penélope Trip, condensó en la cinta Cambia de Vida: El viaje al Xixón Sound en una frase gloriosa de excelsa retranca asturiana: «Esto no da para un documental». Aún recuerdo toda la sala en el Festival Internacional de Cine de Gijón riendo la afirmación.
El recuerdo sería anécdota si no fuera porque, en realidad, lo que decía Juan Carlos resumía con especial acierto la mirada interior que creo que hace de sí mismo el Xixón Sound y que a mi juicio está íntimamente ligada a nuestra identidad como asturianos: ese derrotismo que con desdén y humor nos hace echarnos por tierra a nosotros mismos antes de que lo hagan los demás y que nos impide festejar con todo el corazón. Y así nos encontramos ante un movimiento cultural que lejos de sacarse lustre o saberse rentabilizar como hicieron La Movida Madrileña o el Donosti Sound, se niega a sí mismo y se resta valor. Un menosprecio muy asturiano que solo pueden hacer de sí mismos los propios involucrados –no los demás–, y que también tiene algo de adolescente y esnob, de no querer pertenecer ni formar parte de lo general; el grandonismo como una postura al margen y superior. También, ojo, como búsqueda de la pureza y la autenticidad. La voz desde la derrota pero no desde la humildad. Ahí está el nexo común. ¿A qué sonaba Gijón? Pues a ese no querer sonar. A lo que daba la gana y ya está. Sin mucha más explicación. Con total libertad.
Sin embargo, sería injusto atribuirle solo a nuestra identidad asturiana esa manera de infravalorar nuestra propia producción artística. Igual de responsable es nuestro entorno en la forma que tenemos de vernos a nosotros mismos, que en la forma que tenemos de crear. Ahí, en las canciones, en la propuesta artística también está presente esta tierra húmeda que todo lo herrumbra y que a la vez parece sedienta. La tierra que llegó a promocionar el Gobierno del Principado con el Oso Yogui como si esto fuera el parque Nacional de Yellowstone. Esta tierra siempre al filo del feísmo que resiste medio salvaje y enormemente hermosa; incluso virgen en algunos parajes.
Esta tierra aislada y ensimismada siempre ha sido fecunda para la creación artística. La teatral, la literaria, la pictórica y por su puesto la musical que –no solo en los 90, pero en esa década con especial intensidad– ha dado grandes grupos musicales a la escena estatal, aunque ellos nunca lo hayan querido ni sabido reivindicar. Aunque a ellos les dé (y no les dé) igual.
Desde luego, para otra cosa no sé, pero para un documental sí que da.
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