Ilustración de Alberto Cimadevilla.
Texto publicado en el número 57 (julio de 2018)
Natalia Fernández Díaz Cabal / Lingüista y traductora
La ciudad de Harbin, al norte de China, es conocida actualmente por ser el lugar donde todos los inviernos exhiben sus deslumbrantes figuras y edificios de hielo. Sin embargo, ese recóndito paraje de la Manchuria ha sido el escenario vital y literario de una de las escritoras más fascinantes de la primera mitad del siglo XX: Xiao Hong.
Nació un 2 de junio de 1911, en plena dinastía Qing, en una ciudad, Hulan, aún más al norte de Harbin, en el seno de una familia de pequeños terratenientes. Su madre fallece cuando ella aún es muy niña y queda a cargo del padre, a quien ella describe en sus relatos como un hombre colérico y frío.
Xiao Hong frecuentó la escuela secundaria de Harbin hasta que un día su propio padre la obligó a dejarla para que se casara con el hijo de un señor de la guerra. Hong decidió huir, no sin antes despedirse de su abuelo que, sabiendo que aquello era un adiós definitivo, supo encontrar palabras balsámicas para tranquilizarla: «Crece. Crece, porque yo siempre me sentiré bien si tú creces». Y como ella contará en un relato siete años más tarde, en 1937: «Desde entonces nunca he dejado de crecer», dentro de ese bucle que algunos supervivientes con cierta suerte –la de vivir pese a todo– y sentido poético llaman «una vida errante».
En esa huida se une a un intelectual al que había conocido un tiempo atrás. La futura escritora tiene 19 años y a esa edad todos somos inmortales. Su amante la lleva a Pequín, la deja embarazada, la abandona y ella regresa, sola, a Harbin, esa ciudad que ya había empezado a dejar de ser lo que era para convertirse en un asiento ruso, primero, y japonés más tarde. Y un detalle nada menor: sus 50 grados negativos en el rigor invernal. Xiao Hong con su ya abultado vientre pernocta en algunos recovecos de la ciudad, se alimenta de desperdicios. Al final termina en un hotelucho de mala muerte, regentado por un «ruso blanco» con el que acumula tantas deudas de alquiler, que lo que el hombre le propone para saldarlas es venderla a una red de prostitución.
UNA VIDA ERRANTE
Huye de nuevo y en su nueva huida se une al escritor Xiao Jun, que adopta a su bebé y con el que mantiene una relación tormentosa en el contexto excepcional de los años 1931 y 1932, cuando Japón se anexiona una parte de Manchuria. Se trasladan a Qingdao, ciudad portuaria del extremo sur de la península de Shandong, un extraño territorio que primero fue bastión alemán, para pasar a manos japonesas, de nuevo a China y luego a Japón, hasta su integración definitiva en China en 1949. Un amigo le ofrece dirigir el diario de la mañana de Qingdao, y es allá donde termina la que habrá de ser su primera obra reconocida, «El campo de la vida y la muerte», publicado en 1935, un retrato de la pobreza y el hambre de la China del norte y rural, en la que seres humanos y animales se mantienen en el filo que separa la vida de la muerte, y que la sitúa en la cumbre de los autores que potenciaban el sentimiento antijaponés, aunque en el caso de ella se trataba de algo más simple: devolver la tierra china al campesino chino, porque la tierra es su sustento, es el camino a la supervivencia. Quizá no haya nada más alejado del nacionalismo como ese sentimiento que el desposeído incuba con el único propósito de recuperar algo esencial, anterior incluso a la dignidad. Pero apenas permanecen allá; al poco se establecen en Xi’an, entonces bajo el total control nipón. De territorio ocupado en territorio ocupado, empiezan a labrarse su reconocimiento literario con la marca a fuego de «intelectuales antijaponeses». De hecho crearon un club literario que sufrió la censura por parte de los japoneses, de modo que ser un miembro terminó por convertirse en peligro vital.
Sin darse cuenta, sumando huidas y estancias meteóricas, va escapando de la propia vida, siempre más veloces que ella, siempre con esa urgencia de aquellos a los que les han crecido las alas (ella, que nunca dejó de crecer) a expensas de las raíces. En 1934 llegan a Shanghai. El viaje no tiene retorno, aunque no lo sepa. Nunca más va a volver a Harbin. Pero Shanghai le parece una ciudad que se deja acariciar y sabe acariciar a su vez: entra en los círculos de lo más granado de la literatura de ese momento –sobre todo una relación con el internacional autor Lu Xun–, un puente perfecto al reconocimiento que la habría llevado a vivir también en Japón, y en otras ciudades chinas como Chongqing o Wuhan.
CALLE DEL MERCADO
Durante ese primer lustro de los años treinta del pasado siglo salen sucesivos relatos autobiográficos en varias revistas de Shanghai, que se acaban convirtiendo en lo que sería su obra más importante, «Calle del Mercado», un acopio de historias de su infancia y madurez en la ciudad de Harbin, sus penurias para encontrar trabajo, la cara amarga del hambre, esta vez en primera persona. La ciudad del hielo en un corazón cálido que se abría al mundo. Por esa misma época se separa de Xiao Jun. Quienes conocían a la pareja hablaban de él como un mujeriego irredento, del que recibía alguna que otra paliza, razón por la que ella acababa pidiendo refugio a los amigos. Añadían esas mismas fuentes que Xiao Hong tenía una tendencia patológica a reproducir relaciones de dominación que la llevaban al límite, lo que se sumaba a un estado de salud siempre frágil –recurrentes problemas gástricos, malnutrición, anemia y tuberculosis–. En 1938 se casó con Duanwu Hongliang, durante su estancia en Wuhan.
Sus biógrafos coinciden en señalar que su madurez literaria vendrá después, con «Relatos del río Hulan», una evocación de su lugar de nacimiento. Si «Calle del Mercado» es decididamente memorialista, los «Relatos del río Hulan» son una ficción donde los recuerdos reales aparecen de soslayo. Relatos ambivalentes, como lo fue casi todo en Xiao Hong: por un lado deplora el patriarcado; por otro, siente nostalgia de él. Exactamente como le ha pasado con todos los hombres de su vida.
En 1942 se hallaba en Hong Kong. Corrían tiempos de guerra y en ese caos hospitalizaron a Xiao Hong, treinta años a la sazón, aquejada probablemente de algún problema gástrico irreversible. La muerte, dama astuta, tuvo reflejos: al poco tiempo Hong Kong también sería territorio ocupado. Así que, justo antes de su muerte, vivió en una tierra libre. Nunca dejó de crecer.
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