Pablo Álvarez Fernández / Sindicalista
Un intenso aroma a café entró por la ventana que daba al patio de luces. Aquel olor hizo que de repente retrocediera tres décadas.
Allí estaban las dos otra vez, era sábado por la mañana y la luz bañaba todos los rincones de la casa mientras un tal Cohen, de forma premonitoria cómo descubriría horas más tarde, le cantaba a un vals con aliento a brandy y a muerte.
Las mañanas de sábado siempre eran alegres, no había voces, no había insultos, no había golpes, cuando él estaba fuera. Las cosas solían torcerse a partir del mediodía, cada minuto que pasará de las dos de la tarde sin que aquel cabrón abriera la puerta significaba una copa más. Y las copas de más siempre acababan de la misma manera.
Apartó de su mente la imagen del cabrón y volvió a verla de nuevo, con un ducados en la comisura de los labios, bailando en ropa interior, contoneándose como si no hubiera un mañana al ritmo de aquel vals vienés, mientras encendía la cocina de carbón para poner la cafetera.
Algún sábado le prestaba unas medias y una bata de seda negra y las dos juntas bailaban y reían, reían y bailaban, mientras el olor a café iba poco a poco inundándolo todo.
Después la cubría a besos, besos dulces con sabor a café amargo, nunca le ponía azúcar para no olvidar ni siquiera un instante lo amarga que era la vida.
Fue una maldita tarde de sábado cuando dejó de ser amarga, dejó de ser vida.
Años después del asesinato de su madre se enganchó al café para recuperar su aliento, para recuperar su olor, para volver a verla cada vez que tomará uno. Eso sí, siempre sin azúcar. Ahora la historia se repetía, treinta años después allí estaba ella metiendo en una maleta toda su vida y la de su hija para escapar de otro cabrón como su padre. Vivas y libres, eso iban a ser, no quería ser para la niña el recuerdo de aroma a café.
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