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La deriva independentista (I)

Una de las manifestaciones independentistas de finales del pasado año. Foto / Virginia Quiles.
Luis García Oliveira.
Si algo propicia el transcurso del tiempo es poder ver en perspectiva y analizar con más referencias aquellos hechos, sucesos o circunstancias que, por su relevancia y trascendencia, son objeto de interés general. Y de amplio interés general es sin duda el intento de secesión territorial en Cataluña, promovido a las bravas en última instancia por los líderes independentistas.
Políticos profesionales en su mayoría unos y procedentes otros del ámbito extraparlamentario, aunque funcionalmente tan vinculados entre sí que resulta verdaderamente difícil deslindar los respectivos campos de acción, colaboración e influencia. Sirvan como puntuales ejemplos de esta realidad las trayectorias y los sucesivos cargos y responsabilidades de la Sra. Forcadell o del Sr. Jordi Sánchez.
Actualmente, si algo caracteriza el día a día político en Cataluña es su trepidante evolución, lo que condiciona el relato de los acontecimientos a poner foco sobre los que –hasta ahora– constituyen los principales hitos de esta compleja cuestión.
En principio, referir que es innegable la sustancial diferencia existente entre el independentismo histórico en Cataluña y el sobrevenido neoindependentismo. De reciente cuño, coyuntural o de conveniencia este último y que ha crecido exponencialmente desde que el Sr. Rajoy se aposentó en La Moncloa rodeado de colaboradores tan ineptos e irresponsables como los Sres. Wert y Jorge Fernández Díaz, que no se caracterizaron precisamente por el acierto y la mesura en sus respectivos ámbitos de gestión, ni en Cataluña ni en el resto del Estado.
Tras la nefasta gestión de algunas actuaciones de las fuerzas de orden público estatales en Cataluña el pasado 1-O, política y socialmente todo se desestabilizó en esa Comunidad, situación que –lejos aún de volver a sus primitivos cauces– persiste con fuerza a día de hoy.
Las imágenes de algunos agentes –de muy escasa profesionalidad– golpeando y arrastrando por el suelo a personas que se negaban a desalojar los centros de votación del ilegalizado referéndum independentista, por su brutalidad y desmesura aparecieron en la primera plana de las portadas periodísticas y en la apertura de los informativos audiovisuales de medio mundo. Lamentable y torpísima actuación estratégicamente aprovechada de inmediato por los promotores de la consulta, que demonizaron públicamente a los cuatro vientos a un Estado “agresor y opresor”, aunque todo ello fuese de la exclusiva responsabilidad de un Gobierno que obró como quiso en esa cuestión.
Ese despropósito policial fue aprovechado con todo derecho en contra de sus responsables, aunque cabe recordar aquí –sin el menor ánimo de justificar lo injustificable en ningún caso– el muy distinto eco que determinados políticos catalanes hicieron de la salvaje actuación de los Mossos de Escuadra en el desalojo de los acampados del 15-M en la Plaza de Cataluña. Aquello se saldó con 120 heridos, cuando los Mossos que les apalearon sin el menor miramiento estaban bajo las órdenes del Sr. Mas y su conseller de Interior. Eso ocurrió el 27 de Mayo de 2011, pero, para muchos de los que tras el 1-O se rasgaron las vestiduras, tal parece que no ocurrió nunca.
Tras la declaración unilateral de independencia, la aplicación gubernamental del famoso Artículo 155, el encarcelamiento de los “Jordis” y de varios ex consellers, así como de la espantada del Sr. Puigdemont y compañía a Bélgica, el sector independentista entró en plena fase de ebullición, ocupándose la ANC y Ómnium Cultural de mantener el fuego bien atizado y de las “espontáneas” manifestaciones de buena parte de la sociedad civil.
Difícil de vender en Europa
A partir de ahí y con la evidente estrategia de escenificar un acentuado victimismo, el Sr. Puigdemont viene dejando ver –muy a las claras– su decidida intención de propagar ante el mundo la lastimosa imagen de una Cataluña sometida a las dictatoriales imposiciones del Estado español, o de “España”, como tanto gustan decir algunos con un lenguaje de esquiva concreción pero empapado en indisimulado desdén y desafecto.
Por otro lado, una adulterada imagen nada fácil de vender en el ámbito de las naciones o Estados que se rigen por sistemas democráticos formalmente homologados, cuando en otros países europeos –como Alemania– las atribuciones de los respectivos territorios autónomos –Estados confederados, denominados Länder– son sustancialmente inferiores a las reconocidas en el ámbito autonómico español. Además, a diferencia de las Comunidades Autónomas en España, en Alemania todos los Länder –unos más prósperos y otros menos– poseen iguales competencias, ejerciendo el Gobierno central una función redistribuidora de los recursos entre los dieciséis Estados asociados, que también carecen de representación exterior propia.
De otra parte, la aquí denominada “balanza fiscal” entre Autonomías y Estado central es allí un concepto absolutamente inexistente, al contrario de lo que aquí postula una creciente nómina de políticos de sesgo independentista. Llamativamente, ninguno de ellos ha expuesto públicamente con un mínimo rigor argumental en qué se sustenta la pretensión de articular un trato fiscal particularmente más favorable para algunos, cuando la inmensa mayoría ciudadana de este país contribuye impositivamente en base a unas mismas escalas fiscales.
Pero poco o nada parece atraer este modelo administrativo u otros similares a los más recalcitrantes independentistas, que nunca se sentirán satisfechos con ningún grado de autonomía y que tan solo se darán por contentos –en principio– con el logro de la más absoluta independencia. La anexión del País Valenciano y Baleares, según recientes declaraciones del Sr. Joan Tardá, quedará para más adelante, aunque no ha especificado si con previa consulta ciudadana o sin ella.
Derecho a convivir
Sobre el sugerente enunciado del “derecho a decidir” no se puede negar que, fonéticamente, suena francamente bien; como muy aséptico y democrático, casi como si fuese un inapelable derecho divino. Pero, al igual que con los regalos que se presentan llamativamente envueltos, lo verdaderamente importante en este caso no es el “envoltorio” del titular, sino lo que pueda traer dentro.
Porque, genéricamente, cabe preguntar: derecho a decidir, ¿sobre qué y en qué medida?, ¿sobre cualquier cosa y a libre albedrío? Porque no es lo mismo convenir de común acuerdo hacerle un homenaje a alguien que decidir colgarle de la rama de un árbol si es que no resulta simpático. En este imaginario caso, tanto sobre una opción como sobre la otra podría haber un pronunciamiento mayoritario, pero eso no haría ambas decisiones igualmente legítimas ni les conferiría validez o derecho de ejecución por igual.
Sirva este hipotético ejemplo para poner de relieve que el derecho a decidir –como cualquier otro derecho– puede tener límites y condicionantes; o sea, que difícilmente puede considerarse un derecho absoluto –como el derecho a la vida– cuando afecta de modo desigual a un numeroso colectivo de personas, haciéndoles a unas sentirse beneficiadas y a otras perjudicadas.
Y para evitar sorpresas con el contenido de los “envoltorios”, uno preferiría los que no fuesen susceptibles de ocultar engaños ni desagradables sorpresas, por lo que, puestos a elegir, elegiría otro enunciado alternativo al impositivo “derecho a decidir” que propugnan los independentistas.
Así pues, discúlpenme sus volcados promotores que no me enamore su proyecto de país y que les confiese también que me resultaría mucho más atrayente verles algo más respetuosos con el “derecho a convivir” de todos los residentes en su Comunidad, sin que ninguno de ellos se sintiese de ningún modo ni manera hostigado por no comulgar con las tesis independentistas. Sin imposiciones ni condicionantes de ningún tipo, reconociéndoles también el derecho y la libertad de “sumergirse” o no en las aguas en que cada cual más a gusto se sienta; sean éstas culturales, políticas, religiosas o lingüísticas, sin que nadie ostente atribuciones para imponer “inmersiones” de ningún género a ningún sector de la población.
¿Alguien se imagina el despropósito de que, para vivir en Madrid, País Vasco o Galicia, se viese condicionado a ineludibles “inmersiones” culturales, políticas o lingüísticas? Probablemente, eso no le haría excesiva gracia a ningún afectado, y seguramente mucho menos si fuese catalán de “pura cepa”.
Llama la atención que a tantos de quienes tan celosos se muestran con sus idolatradas señas de identidad, se les vea a la vez tan fríamente indiferentes hacia las de sus foráneos convecinos, ¿no estarán éstas bien vistas o es que para vivir en Cataluña quizás debieran renunciar a ellas?

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