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Atlántica XXII

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La deuda

Ilustración de Verónica García Ardura

Artículo publicado en el número 58 (septiembre de 2018)

Texto: Aitana Castaño / @sairutsa

Subió renqueante y apoyado en un bastón la cuesta que lleva a la finca invadida desde hacía meses por los camiones y las casetas de obra. Lo recibió la algarabía de un grupo de trabajadores que disfrutaban de la pausa de la comida.

—¿Dónde anda el jefe? —preguntó.

—En la caseta blanca más grande… —respondió uno de los obreros, que fumaba, no comía, señalando al fondo del prado. Y cuando el anciano retomó la marcha añadió–: No es jefe, es jefa. Y ten cuidado que tiene muy mala leche. Ya sabes como son les muyeres…

Berto no se dio la vuelta para contestarle, temía que su cadera volviera a romperse con el giro brusco. Se limitó a levantar el bastón. Sabía de sobra que era jefa y no jefe, porque se había asomado muchas veces a la obra para ver cómo iba la construcción del viaducto y, sobre todo, para ver hasta dónde llegaba el destrozo de su prado. Y lo sabía también porque ella, la jefa, había sido la única que había hablado en la reunión que mantuvo con los responsables de los trabajos cuando le fueron a solicitar el uso de la fi nca para instalar las máquinas y las casetas de la obra del viaducto. Ella se lo explicó con tanta resolución, educación y detalle que no pudo decir que no. «Es jefa» repitió en voz baja mientras, renqueante, caminaba hacia la caseta blanca y grande. Y como muchas veces últimamente, volvió a rumiar su rabia. «Es jefa». Se enervaba consigo mismo desde hacía meses por todas las veces que de joven había maldecido a su mujer Etelvina al pensar que era incapaz de engendrar un varón. Solo mujeres, y nada menos que cuatro. Se enfadaba también cuando recordaba que nunca, nunca, le había dicho nada a los hombres del bar que se reían de que solo fuera capaz de «fabricar Etelvinas». «Anda Bertín, para ya ho, cuatro fíes y una muyer son demasiaes hasta para ti que siempre fuiste un vaina. Tal y como son les muyeres seguro que te comen». Y él se mordía la lengua. Le apetecía decir que muyeres sí, cuatro sí, y a mucha honra. Que Etelvina y les sus neñes eran lo más guapo, lo más listo, lo más espabilado, lo más educado y lo más gallaspero de todo el valle y que ellos lo que tenían era envidia. Pero nunca dijo nada. Como tampoco lo había hecho unos segundos atrás cuando aquel obrero que fumaba, que no comía, le dijo: «Ya sabes cómo son les muyeres». Dio un puñetazo al aire. Quería haberle dicho: «Sé perfectamente cómo son les muyeres. Son listes, guapes, educaes, espabilaes y gallasperes. Créeme que lo sé». Pensaba todo esto cuando enfocó la puerta de la caseta de la obra y golpeó dos veces.

«Sé perfectamente cómo son les muyeres. Son listes, guapes, educaes, espabilaes y gallasperes. Créeme que lo sé»

Oyó cuatro pasos antes de ver a la jefa. —¡Don Alberto! ¡Qué gusto verle por aquí! Pero pase, no se quede ahí, hombre…

La joven ingeniera le ayudó a subir el escalón y agarrándolo con dulzura por el codo lo dejó caer con suavidad sobre su silla. Y todo sin parar de hablar.

—¿Ha visto cómo le tenemos la finca, don Alberto? Le hemos roto todo el cierre. Pero no se preocupe de verdad, yo me encargaré de que se lo pongan todo como usted quiera cuando acabemos de construir el viaducto. ¿De acuerdo? Siento mucho el destrozo.

Berto la miraba. Podía ser su nieta. Era tan graciosa llamándolo don Alberto.

—No venía a eso, neña.

—Ah, dígame, entonces… ¿qué quiere?

Alberto, Don Alberto, Bertín se puso solemne.

Vine a saldar una deuda histórica…

Poco se supo de lo que aconteció en los siguientes minutos dentro de aquella caseta blanca y grande de obra. Pero lo cierto es que tras ese encuentro secreto entre don Alberto y la jefa se llevó a cabo una modificación del proyecto del viaducto y, tras sortear dos trabas burocráticas que casi dan al traste con todo, el viaducto más largo del norte del país recibió el nombre, para la posteridad, de Les Etelvines.

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