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La distensión, último capítulo del procés catalán
La distensión en el llamado procés catalán parece que quiere abrirse camino. De modo tímido. Muy tímido. Algunos mimbres para escenificar esa distensión se están poniendo estos días aunque pocos son optimistas, no ya para una solución inmediata, sino para siquiera llegar a vislumbrar una cierta calma a largo plazo.
Ismael Juárez
La distensión en el llamado procés catalán parece que quiere abrirse camino. De modo tímido. Muy tímido. Algunos mimbres para escenificar esa distensión se están poniendo estos días aunque pocos son optimistas, no ya para una solución inmediata, sino para siquiera llegar a vislumbrar una cierta calma a largo plazo.
En todo este serial, especialmente durante el último año, han sido muchas las veces en las que los giros de guión imprevistos se han impuesto a la lógica de lo previsible. Unas veces por la imaginación temeraria del independentismo, y otras por la torpeza y represión del ejecutivo central.
Tantos vaivenes han sido difíciles de asimilar para el público fuera de Cataluña, que casi vivió el lío como si de una serie de Netflix se tratara, símil este tantas veces utilizado, sobre la que nadie se pone de acuerdo en qué temporada nos encontramos ahora mismo.
En el último año ha habido momentos desquiciantes, horas trepidantes, días históricos, sobre todo, días históricos, cada día era histórico para el independentismo. Con una sensación general de que íbamos de mal en peor, para unos, y hacia la soñada república catalana, para otros, mientras se conformaban dos bloques más o menos ficticios, más o menos reales, que iban partiendo en dos a la sociedad catalana, y separaban a Cataluña del resto de España.
Meses llenos de noticias y noticias falsas, mentiras, muchas mentiras y medias verdades, represión, demagogia, victimismo, a por ellos, España mala, Cataluña peor, piolines, 6 y 7 de septiembre, 1 de octubre ignominioso, excesos, más excesos, Europa que flipa, una república que se declara, o no, o sí, o quién sabe, y 155, y elecciones, y victoria ciudadana inservible, y derrota del independentismo que vuelve a gobernar, que quiere gobernar con presos y fugados, perdón, exiliados, y más lío, y lazos, guerra de símbolos, y Llarena, que si rebelión, que si sedición, que si malversación, y Bélgica que se planta, Puigdemont se cachondea, y Dinamarca, y Suiza, y Finlandia, y Alemania, y Torra, y el bestiario de sus textos, president simbólico, o no, o sí, o quién sabe, y Rajoy que se va, perdón, le echan, y llega Sánchez. ¿Y ahora qué?
El resumen es incompleto. Parcial. Apresurado. Seguro que tendencioso para muchos. El procés ha creado tantos ultras en tantas partes que explicarlo, solo comentarlo, supone un problema. Cualquiera puede ser acusado de antiespañol, o de anticatalán. Es complicado hacer un análisis riguroso cuando las emociones se han llegado tanto a confundir en un debate que nunca debería haber salido de lo político. Los periodistas de dentro y fuera de Cataluña no son inmunes a esta escalada visceral. Y las redes sociales arden con el tema.
Quién tiene la culpa de todo esto es algo en lo que también es mejor no entrar. Si se dice que Rajoy, se estará justificando implícitamente a los independentistas, dando por sentado que no les quedó más remedio que saltarse el marco constitucional y que la democracia se reduce a hacer referendos. Si se dice que los “indepes”, se estará justificando la represión vergonzosa del 1 de octubre y los excesos verbales de Rivera, te acusarán de catalonófobo, y puede que hasta de facha, palabra comodín que en España suele usarse siempre contra todo aquel que no piensa como uno.
Rivera, después de toda su entrega nacionalista, poniéndose tan ultra como los ultras del independentismo, ha quedado un poco descolocado. El giro de guión que ha supuesto la moción de censura le tiene noqueado por el momento. Aunque el PP está en la lona y espera al resultado de las primarias para erguirse y defender a España como se merece. Se avecina una competición, aún más encarnizada de la que había, entre conservadores y liberales en los que la ideología parece estar demás, la bandera es lo primero. La de España, por supuesto.
Pablo Iglesias, por otra parte, después del aturdimiento sufrido por la compra de una casa digna de su odiada casta, empieza a despertarse, y se ofrece como mediador entre el ejecutivo central de Sánchez y el govern de Torra. En el momento en el que escribo esta columna, Iglesias ha afirmado hace unas horas que el president le ha asegurado que ya no están por la vía unilateral. También en este momento, hace escasos minutos, el govern ha negado este extremo. Cosas del procés.
Sánchez, a quien todo el mundo daba por muerto, ha resucitado contra todo pronóstico y aprovechando la sorpresa de la parroquia se arriesga a abrir otro tiempo. Cabe preguntarse si hay un pacto entre el presidente e Iglesias para intentar reconstruir puentes con el independentismo. ¿El dirigente morado ha actuado por cuenta propia para reunirse con Torra y empezar a visitar los políticos presos o lo ha hecho en connivencia con el presidente Sánchez?
Posiblemente el PSOE y Podemos sean los únicos partidos que en este momento ofrezcan una estrategia que claramente apueste por la distensión y la convivencia frente a la épica y la confrontación. Otra cosa es que lo consigan. No comparten exactamente los mismos objetivos. El PSOE apuesta por una reforma de la Constitución en clave federal que sea votada en referéndum por todos los españoles. Podemos cree en una fórmula más confederal, decididamente dentro de un Estado plurinacional, y con el “derecho a decidir”, es decir, a la secesión, como instrumento estrella y coincidente con gran parte del independentismo.
Por otra parte, el bloque independentista está hecho unos zorros. Apostó todo a que habría algún reconocimiento internacional, tras el 1-O, y eso no ocurrió. Después vieron cómo muchos de sus líderes eran llevados a la cárcel acusados de rebelión. Y aunque los jueces belgas y alemanes han concedido algo de aire a los argumentos del independentismo y al “exilio” de Puigdemont, lo cierto es que las grietas entre los partidos que integran el bloque son cada vez más evidentes.
Es un secreto a voces que hay un sector importante de ERC que quiere entenderse con los Comunes y el PSC. Aunque las bases siguen sin querer excluir la vía unilateral. Incluso el PDeCAT está cansado de los incondicionales de Puigdemont, entre los que se encuentra Torra. Nadie se atreve a mover las piezas por miedo a ser acusado de traidor, pero Sánchez e Iglesias, con pacto mediante o sin él, están empezando a ofrecer gestos ante los cuales Torra no termina de parecer un interlocutor que quiera salir del bucle de la confrontación que, quizás, es el que más interesa a los intereses de Puigdemont. Habla de diálogo al mismo tiempo que afirma que sigue construyendo la república.
Todo el mundo está pendiente de Sánchez. De si será capaz de que su oferta de diálogo logre iniciar el deshielo. También de Iglesias. Muchos desconfían de él, incluso entre sus votantes, debido a que en un momento dado pareció que quiso utilizar la crisis institucional abierta en España por el asunto catalán, para traer la república. También entre muchos republicanos su forma de hacer en meses pasados no levantaron grandes simpatías. Garzón llegó a advertirlo, dando una voz diferenciada a la IU que fue y que nadie sabe si volverá a ser lo que era.
El embrollo es monumental. Hay mucha gente en Catalunya que no quiere otra cosa que la independencia. Hay mucha gente en el resto de España que solo quiere la rendición de los independentistas. PSOE y Podemos tienen el reto de que las posturas se acerquen. Y deben hacerlo, sabiendo que hay muchos ultras a los dos lados del Ebro que no están dispuestos a que eso ocurra.
Lo positivo es que los dos bloques se están resquebrajando. Poco a poco. Iglesias no debería caer en la tentación de volver a viejas obsesiones, y quizás dar a sus argumentos un tono más pedagógico y menos visceral, sin olvidar que para cambiar las cosas también habrá que contar con la derecha española, tanto como cuenta con la catalana.
Sánchez no debería olvidar que la tarea es difícil, y que sin audacia su camino será breve, que a los catalanes que se han alejado de España hay que convencerles, sin caer en viejas prácticas de cabildeo. Los parches no servirán esta vez. Y el PSOE en el pasado no ha sido fiel a su supuesto ideario federalista.
Los votantes independentistas, sobre todo aquellos que según las últimas encuestas no se sienten extranjeros en España, irónicamente la mayoría, deberían saber que los españoles sienten mayoritariamente un vínculo muy fuerte y emocional con los catalanes, pero que expresiones como “Espanya ens roba” ofenden, que una democracia sin derecho a la autodeterminación puede ser imperfecta, como la mayor parte de las democracias, pero que un gobierno que saca a las masas a la calle mientras aprueba leyes contra el marco constitucional, con el apoyo de menos de la mitad de la población, no puede presumir de ser más demócrata que aquel a quien considera un adversario opresor.
La derecha española debe entender que la represión no puede ser la solución a un problema en el que millones de compatriotas se sienten fuera del país. España es compleja. Ninguna solución simplista resolverá el conflicto. España necesita que su derecha política esté a la altura de las circunstancias y debería dejar de marcar una raya entre aquellos a los que considera buenos españoles y a los que ve como nacionalistas traidores. Hacer eso es practicar un nacionalismo separador, apenas diferente de las versiones más sonrojantes del nacionalismo separatista.
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