La revolución de 1934 también destruyó varios edificios de la calle Fruela de Oviedo. Foto / L. Roisin (Muséu del Pueblu d’Asturies).
David Ruiz / Historiador.
La movilización obrera con más erres, según formulación de sus propios incondicionales (“insurrección obrera revolucionaria”), fue la que causó hasta aquel año de 1934 más destrucciones y mayor número de víctimas desde el inicio de la industrialización en España un siglo antes. Ochenta y un años después, tan evidente parece que fue un verdadero golpe mortal para la II República como el heroísmo revolucionario de los mineros asturianos. Pero los responsables de aquella tragedia hay que buscarlos sobre todo entre los de las organizaciones de izquierdas y los sindicatos.
El primero, Francisco Largo Caballero, que a finales de enero de 1934, recién elegido máximo dirigente de la UGT y del PSOE, soltó un vaticinio que se cumplió, pero que no contó con su colaboración: “Compañeros, vamos a llevar a cabo un movimiento francamente revolucionario”. Largo Caballero había sido incapaz de encajar democráticamente la derrota electoral de su partido a manos de la CEDA en las elecciones de noviembre de 1933, en las que por vez primera votaron las mujeres. Y para evitar convertirse en un cadáver político engullido por Largo Caballero, a la operación de éste se sumará nada menos que Indalecio Prieto –pionero de la socialdemocracia en España al comenzar los años veinte, después ministro de la República y portavoz parlamentario del grupo socialista–, no solo redactando el programa del movimiento que se convertiría en papel mojado sino responsabilizándose de la arriesgada misión de proveer de armas a los revolucionarios. Prieto fue el responsable del alijo del barco Turquesa, que trajo armas hasta Asturias un mes antes del estallido revolucionario, e incluso asistió a la operación en el puente que separa Muros de Soto en la desembocadura del Nalón.
Largo Caballero era denominado el “Lenin español” y su radicalismo le granjeó el apoyo incondicional de las Juventudes Socialistas que dirigía Santiago Carrillo, pero sus intenciones “francamente revolucionarias” contrastaban mucho en 1934 con su abierta colaboración, al frente de la UGT, con la dictadura de Primo de Rivera entre 1923 y 1928. Esa dictadura reprimió y persiguió a cenetistas, comunistas y a los nuevos grupos republicanos que conspiraban a favor de un nuevo régimen democrático.
Vista aérea de Oviedo, con edificios ardiendo, tomada el 10 de octubre de 1934 desde un aparato de la base aeronáutica de León. Foto / Depósito de la familia Tolivar Alas (Muséu del Pueblu d’Asturies).
Esa falta de entusiasmo de Largo Caballero por la II Republica, que los votantes socialistas contribuyeron a traer en las elecciones municipales de 1931 y en la que ejercerá como ministro de Trabajo durante el primer bienio, sería compartida por la CNT, el otro gran sindicato entonces, que declarará nada menos que tres huelgas generales en los dos primeros años del nuevo régimen. Y qué decir de la minoría comunista, a la que había quien denominaba despectivamente los “cuatro gatos”. Dolores Ibárruri, ‘Pasionaria’, recordaba que en la celebración del 14 de abril en la Puerta del Sol madrileña los comunistas replicarán al grito popular multitudinario de “Viva la República Española” con un “Abajo la república burguesa y viva la República Soviética”, dejando estupefactos a quienes les rodeaban.
No parecían por tanto muchas las dificultades para que en 1934 las tres organizaciones citadas se integraran en la Alianza Obrera promovida por los ugetistas, aunque con muy desigual presencia de los cenetistas, ya que solo se sumó la organización regional asturleonesa. La Comuna Asturiana, una insurrección donde los socialistas fueron básicos y mayoritarios, pasará también a la posteridad por la importancia de los enclaves anarcosindicalistas de Gijón y La Felguera.
Sabido es también que a la revolución obrera de octubre de 1934 seguirá una durísima represión gubernamental que encarcelará a millares de personas, en su mayoría de Asturias, hasta que otra alianza de socialistas y comunistas, esta vez electoral con la Izquierda Republicana de Manuel Azaña, les lleve al triunfo del Frente Popular en las elecciones de febrero de 1936, en las que los anarquistas prescindieron de sus principios y votaron para excarcelar a sus presos. Y a todos los de octubre les afectó la amnistía, la primera consecuencia del éxito electoral del Frente Popular.
Los revolucionarios se reconciliarían así con la II Republica en cuya defensa morirán por millares socialistas, anarquistas y comunistas en la Guerra Civil y en la lucha contra la dictadura franquista hasta 1952. Atrás quedó la revolución obrera de la que solo Indalecio Prieto se arrepintió en 1942 en el exilio mexicano. Ochenta y un años después de concluida, ninguno de sus promotores de la UGT y el PSOE, o los colaboradores imprescindibles, comunistas y anarquistas, la han condenado en ninguno de los múltiples congresos celebrados.
PUBLICADO EN ATLÁNTICA XXII Nº 41, NOVIEMBRE DE 2015
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