Monográfico
Leyendas urbanas para el pesimismo
Sufrimos la esclerosis de una sociedad sin jóvenes, sin el potencial de dinamismo e iniciativa que se va con ellos. Es nuestra incapacidad para retener a quienes deberían tomar el relevo

Foto: Carlos Álvarez.
Rubén Vega | Profesor de Historia Contemporánea en la Universidad de Oviedo
Este artículo forma parte del número 60 de ATLÁNTICA XXII
Los datos son contradictorios. Pero las lecturas son unívocas. Asturias combina indicadores de persistente y profundo declive con otros de bienestar y calidad de vida que parecen desmentir los discursos del pesimismo imperantes desde hace décadas. Pero incluso los mejores datos se convierten en fuente de preocupación cuando los asturianos los insertamos en el marco general. Una esperanza de vida de más de 82 años y medio (82,57 el año pasado, según el INE) se correlaciona de inmediato con la tasa de natalidad (6,2 por 1.000) más baja de Europa (según el Anuario Regional de Eurostat 2017) y puede que del mundo, para conducir a una angustiada reflexión sobre el envejecimiento, antes que a halagüeñas previsiones sobre lo mucho que viviremos.
Niveles de renta holgadamente superiores a la media española (112,6%, según el Informe AROPE 2017) nos conducen a un agorero “vivimos por encima de nuestras posibilidades” que los indicadores de producción y tasa de actividad confirman. Puesto que, en realidad, esa renta se deriva de transferencias del Estado que no van a durar indefinidamente. De éstas, quizá la principal tenga que ver con las pensiones, de modo que contar con pensionistas mejor cubiertos que la mayoría (1.310 euros de media, frente a 1.079 en el conjunto de España) tampoco nos consuela de la evidencia de que tienen fecha de caducidad, y entre tanto una o dos generaciones posteriores son, en buena medida, dependientes de la ayuda de sus mayores.
Más de la mitad de los asturianos entre 30 y 34 años son titulados universitarios (el 52,9%). Muy por encima de la media española (40,9%) y sólo por detrás de la comunidad autónoma vasca. Pero incluso esto, cuando es convertido en noticia, se presenta como un problema: sobrecualificación, desempleo y emigración serían el corolario de los altos niveles educativos y la extensa democratización del acceso a la Universidad. Valga como ejemplo un reciente titular del diario de mayor difusión en Asturias: “Los jóvenes asturianos, tecnológicos y con cualificación pero sin salida laboral”, una paradoja que se zanja en el subtítulo con el balance de estar situados a la cabeza en nivel formativo, pero a la cola de la UE en empleo y emancipación.
Larga esperanza de vida, altas pensiones, niveles de renta y de consumo superiores a la media española, tasas de pobreza y de desigualdad sensiblemente inferiores, elevado nivel educativo… e incluso índices de criminalidad extraordinariamente bajos. Nada nos consuela de un hondo pesimismo y de una permanente lamentación acerca de la gravedad de nuestra crisis que, a los ojos de cualquier visitante, no se hace visible en los bares atestados de gente, en la seguridad que se respira en las calles, ni en la relativa escasez de indigentes. Y, sin embargo, existe fundamento para tanta preocupación. El bienestar presente es fruto, primordialmente, de rentas del pasado y, en gran medida, no sirve como inversión de futuro.
En lo sustancial, los indicadores favorables guardan directa relación con la pasada fortaleza del movimiento obrero y con las compensaciones arrancadas a cambio del desmantelamiento de los sectores industriales en los que se asentó la prosperidad que no ha de volver, al menos sobre aquellas bases. En cambio, los indicadores adversos apuntan a un porvenir que sólo promete empeorar una vez que desaparezcan las transferencias que, por ahora, mantienen algo más que una ficción.
Porque la diferencia entre ver a los hijos convertidos en chavs como los descritos por Owen Jones (en su libro del mismo título) al retratar la devastación social legada por el thatcherismo, o tener ocasión de enviarlos a la Universidad no es una mera cuestión de apariencias. Nuestro problema es ver a esos jóvenes emigrar con su título universitario bajo el brazo o permanecer en la casa paterna hasta cumplir los treinta (un 60% sin emancipar entre los 25 y los 29 años) porque o no encuentran trabajo o se ven abocados a la precariedad. Y tener la certeza de que la vida que les aguarda presenta peores perspectivas que la de unos padres cuyos sacrificios y conquistas sociales proporcionaron una valiosa prórroga, pero no un seguro sin fecha de caducidad.
Volver la agresividad contra los prejubilados es sin duda injusto. En especial cuando muy pocos de quienes los cuestionan habrían rechazado una opción similar si se les hubiera ofrecido. Mejor haríamos en analizar qué hemos hecho colectivamente como sociedad y cómo hemos gestionado políticamente esas oportunidades que brindaban las transferencias de dinero público a cambio de reconversiones indignas de tal nombre, porque a menudo no fueron sino ajustes con la mira puesta en la liquidación. Y esa no es una responsabilidad imputable a los prejubilados. Ni tan siquiera a los sindicatos, que tan mala imagen han adquirido en este ciclo desindustrializador. Lo es de las instituciones en primer término y del conjunto de los asturianos en última instancia.
A los jóvenes (más o menos) millenials se les ha proporcionado protección social y oportunidades de estudio, pero muy escasas opciones de empleo. En realidad, una parte de su sobrecualificación se deriva precisamente de la elevada tasa de paro juvenil, rayana –según las zonas y los años– incluso en el 50%.
En contra del estereotipo de los “nini”, de aquellos que cómodamente se habrían instalado en vivir de sus padres sin estudiar ni trabajar, lo más frecuente es prolongar la vida académica encadenando módulos de formación profesional o dando continuidad al grado universitario con uno o varios másters hasta un punto que no tendría lugar si realmente encontraran alternativas de trabajo mínimamente digno y no lo que abunda: camareros y dependientes malpagados, contratos precarios o inexistentes, abusos sin cuento… Les queda la alternativa de hacer las maletas e irse en pos de un futuro lejos de casa. No por voluntad sino por necesidad. Arrastrando el trauma de dejar atrás unas raíces que son profundas.
En una serie reciente de entrevistas que he tenido ocasión de realizar a jóvenes de la cuenca minera afloraba espontánea y unánime la convicción de que van a tener que irse si quieren encontrar trabajo, a la par que el sentimiento de pérdida por ese anunciado desarraigo y el pesar por la sensación de que las cuencas se mueren y ellos no va a poder contribuir a revitalizarlas. A menudo, esa desolación entronca con un sabor de derrota y con el lamento por la disolución de los viejos valores de la clase obrera: la solidaridad y la lucha, la importancia de lo colectivo y la memoria del pasado.
Para una mayoría que cada fin de semana satura el trayecto Madrid-Asturias ida y vuelta o que, más alejados y por tanto más esporádicos, tienen de por medio tres trasbordos de avión para ese mismo viaje a casa, puede que esa identidad obrera en extinción no forme parte de sus preocupaciones conscientes, pero rara vez no pesará sobre ellos el pesimismo acerca del futuro de Asturias. Más aún cuando el regreso se presenta muy improbable.
No se trata únicamente de que se vean convertidos a su pesar en “leyendas urbanas” (pocas ocurrencias perseguirán a Areces más que esta) y que tanto ellos como sus familias sufran la separación y el desarraigo. No es sólo que su existencia dé consistencia al profundo pesimismo acerca del futuro que invade el ánimo de los asturianos. Sin desdeñar en absoluto la importancia de los factores subjetivos, que no dejan de formar parte también de la realidad objetiva y de tener consecuencias sobre ella, y que revelan además un coste humano que nunca debería ser considerado marginal, hay una dimensión económica que evaluar. Y, a este respecto, no es una cuestión tan sólo de los empleos que no se generan y los salarios o la productividad que se van a materializar lejos. De la pérdida que representa formar aquí a tantos jóvenes altamente cualificados para que luego sus capacidades alimenten el desarrollo de otros territorios. Es también la esclerosis de una sociedad sin jóvenes, el potencial de dinamismo e iniciativa que se van con ellos. La incapacidad para retener a quienes deberían tomar el relevo.
Dado que, como sucede siempre y en todas partes, los que emigran son en primer lugar los más inquietos y quienes tienen más iniciativa, la pérdida que habría que evaluar no es sólo cuantitativa sino cualitativa. No se trata sólo del número, ciertamente elevado, de personas que se van, sino de que estas son, a su vez, jóvenes y emprendedoras. El efecto es una seria descapitalización (pido perdón por el contagio de la jerga neoliberal) humana, una merma en gran medida irreparable para una sociedad envejecida en la que la aportación de las nuevas generaciones se vuelve testimonial frente al peso de la inercia y del conservadurismo de quienes inevitablemente han de conducir ya más pendientes del retrovisor que de la luz larga.
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