
María Ruisánchez Ortega / Cuando escribo este artículo aún está pendiente de resolución la sentencia del juicio a “la manada”. Esos cinco hombres que violaron en grupo a una joven de dieciocho años, lo grabaron, se jactaron de ello y la dejaron tirada como a un perro en un portal, habiéndole robado antes —eso sí, ¡qué detalle!—, su teléfono móvil, incomunicándola. Agustín Martínez Becerra, el abogado de tres de estos animales (ni siquiera los estoy insultando, ellos mismos se autodenominan “la manada” en su grupo de Whatsapp) dijo en su informe de conclusiones que estos hombres (no niños, no muchachos, mozuelos, adolescentes o críos: todos ellos hombres adultos, con antecedentes policiales algunos) eran “buenos hijos”.
¡Buenos hijos!
Lo primero que da ganas de hacer tras escuchar esa calificación —permítaseme ser tan directa— es vomitar. ¡Buenos hijos! ¡Una mierda, bueno hijos! Aunque si una lo reflexiona un poco, se da cuenta de que sí, claro, que son los buenos hijos de un sistema patriarcal consolidado por siglos y siglos de educación en el abuso de la mujer. Entonces sí, son unos excelentes hijos del patriarcado, aunque a una le gustaría usar otro “hijos de…” para definirlos, pero caería en el error de utilizar una expresión también machista, pues nunca hemos oído eso de “hijos de puto”, ¿a qué no? Quizá deberíamos empezar a usarlo…
En fin, este caso repugnante contra una chica (ella sí, una cría, adolescente de apenas dieciocho años) lo único que tiene de positivo es haber sido un revulsivo para la movilización. Cuando se supo que la defensa había encargado a un detective privado que siguiera a la chica a los pocos días de haber sido víctima de la violación, y que esta prueba había sido admitida a trámite, aunque luego se desestimó, la calle clamó. Las plazas se llenaron de mujeres —por desgracia, solo de un puñado de hombres, cuando esta lucha debería ser de todos— y el juicio se convirtió en un espejo de nuestra sociedad. La punta del iceberg de un sistema patriarcal que subyace bajo la superficie cotidiana. La sentencia, prevista para después de navidad, será un buen termómetro para medir cuán machista es aún este país. Estamos hartas de ser el punching ball de una sociedad que nos usa para descargarse, que nos golpea a su libre antojo y que nos cuestiona. Una no es solo víctima, sino que también tiene que parecerlo. ¡Venga ya!
¿Verdad que no es lo mismo ser un buen hijo que ser una buena hija? Piénselo. Un buen hijo para ese abogado defensor puede violar en grupo con sus colegas a una chiquilla en San Fermín y luego ayudar a subir las bolsas de la compra en casa. ¡Y no pasa nada! Es más, uno de los acusados, José Ángel Prenda, escribió una carta desde la cárcel en la que le pedía a la víctima que recapacitara: “En su mano está acabar con el sufrimiento inmerecido de cinco familias (…) destrozadas por una mentira que estoy seguro que en su día diría para salir del paso”. El mensaje implícito está claro: en realidad, le está diciendo que sea buena chica, una buena hija… ¡y que se calle! La hipocresía, como vemos, no tiene limites.
A modo de conclusión quiero decir que de nosotros depende, mujeres y hombres se entiende, el cambiar el sistema patriarcal a través, sobre todo, de la educación y del ejemplo. A través del rechazo a los comportamientos abusivos y denigrantes para la mujer y, por supuesto, a través de las leyes y las condenas. En nuestra mano está inculcar los valores del respeto, la igualdad de oportunidades y el feminismo. En nuestra mano está crear una sociedad de buenos padres, abuelos, tíos, sobrinos, novios, maridos, en definitiva, una sociedad de auténticos buenos hijos.
PUBLICADO EN ATLÁNTICA XXII Nº 54, ENERO DE 2018
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