
Santiago Alba Rico / Leo una noticia desconcertante: Mia Merrill, una joven empresaria de Nueva York, ha pedido al Museo Metropolitan de la ciudad que retire un cuadro pintado en 1938 por el conocido pintor polaco Balthus (Balthasar Klossowski). La obra, titulada Teresa sueña, representa a una adolescente recostada en una silla, con los brazos sobre la cabeza y la pierna izquierda levantada y flexionada sobre el asiento, de manera que expone a la vista su ropa interior. Teresa está cómoda entregada a sus ensoñaciones y no parece molesta por la mirada del pintor. Teresa no es una modelo y Balthus no es un fotógrafo. No se reconocen recíproca existencia y es eso precisamente lo que confiere a la escena esa atmósfera objetiva, íntima e inquietante, que ha inquietado a Mia Merrill.
La empresaria reprocha al Museo que, en un contexto de “asaltos sexuales”, exhiba una obra que “erotiza la infancia” e “inviste de un aura romántica el voyeurismo y la cosificación de los niños”. Solicita su retirada o, al menos, como en las cajetillas de tabaco, una advertencia explícita al espectador sobre los riesgos de ese deleite contemplativo. Su petición ha sido firmada en pocas horas por casi 10.000 personas que, como la propia Merrill, creen estar protegiendo así “la salud pública y la integridad de las mujeres”.
No sé cuántos de los abusos sexuales de Harvey Weinstein pueden atribuirse a la obra de Malthus ni a cuántas mujeres salvaría su retirada del Metropolitan. Me temo que nadie puede medir sus efectos negativos; y nadie tampoco los positivos. No es que no existan los riesgos de mirar, sobre los que nos advierten mitos y cuentos populares, pero esos riesgos son inseparables de sus ventajas, unos y otras inconmensurables, y asimismo indisociables de la ambigüedad esencial del arte. Mi impresión es que la obra de Balthus ha fabricado más pintores y escritores que pedófilos o violadores y que la pretensión de poner a cubierto la mirada de todo estímulo perturbador, muchas veces intentada a lo largo de la historia, no solo está destinada al fracaso sino que es radicalmente peligrosa. Tenemos que correr riesgos inconmensurables para introducir en el alma beneficios también inconmensurables. Ese ha sido siempre el principio que han defendido el arte y la literatura frente a los que -de la pintura cortesana o religiosa al realismo socialista- han pretendido fijar un molde “educativo” a la mirada libre, conflictiva, dolorosa, sobre el abismo humano.
Me preocupa cada vez más que las imprescindibles luchas de género, aparejadas inicialmente a la liberación sexual de la mujer, acaben paradójicamente en un puritanismo en nada discernible del religioso. ¿Qué caracteriza la intervención religiosa? El “totalitarismo”, es decir, la incapacidad de distinguir entre diferentes órdenes de existencia junto a la voluntad omnívora de intervenir en todos ellos, casi siempre con el objetivo bienintencionado de proteger algo frágil y sagrado. La petición de Merrill no distingue entre el arte y la vida ni entre la calle y los museos. Es verdad que la disolución reciente del arte en la publicidad y de la belleza en “lo bonito” han acabado por mezclar fronteras y estímulos, pero un cuadro “clásico” de 1938 expuesto en un recinto “autorizado” garantiza la distancia que distingue la mirada estética de la mirada digestiva de la televisión. Al contrario que las hipócritas cajetillas de tabaco, Balthus no necesita ninguna advertencia. El artificio consciente de su pintura es la advertencia; la pared del Metropolitan es la advertencia. El inquietante Balthus, en realidad, nos protege de un mundo consumista -este sí amenazador para la mujer- que no distingue entre cosas de comer, cosas de usar y cosas de mirar. Merrill trata al visitante que se deleita con Balthus como a un “consumidor”, convirtiendo el museo -como quiere el capitalismo- en una prolongación del supermercado, lugar donde reside el verdadero peligro.
No menos peligroso es no distinguir entre el artista y su obra. Quevedo, putañero incapaz de amar, escribió el más hermoso soneto de amor del mundo; y, al revés, el perturbador Marqués de Sade, encarcelado durante 27 años, tuvo una vida sexual bastante pobre en comparación con la de los poderosos que lo llevaron a prisión. Ningún juez admitiría -felizmente- un cuadro como prueba, ni siquiera subsidiaria, de un delito; y el delito de un pintor no debería determinar nuestro juicio sobre sus cuadros. Ninguna obra es una confesión -ni siquiera Las confesiones de Rousseau- y ninguna confesión puede condenar o criminalizar una obra. Los artistas son responsables de sus actos; sus obras son responsables de sí mismas. Tan absurdo sería meter en la cárcel a un artista por pintar un mal cuadro como encarcelarlo porque su cuadro representa bien la escena de un crimen.
Los Gobiernos tienen que ser “políticamente correctos” en materia de igualdad de género, de racismo o de educación, porque son los que hacen las leyes, cuyos efectos son mensurables. Los artistas no hacen leyes; la mayor parte de las veces, de hecho, no saben lo que hacen y por eso sus obras, cuando son buenas, se pueden contemplar con cierta distancia “objetiva”. La humanidad ha reservado un lugar para “correr riesgos” y ese lugar hay que conservarlo. Tenemos que correr riesgos. Si no corremos riesgos inconmensurables no adquiriremos bienes inconmensurables. Y tratando de imponer bienes mensurables reproduciremos todos los males del mundo.
PUBLICADO EN ATLÁNTICA XXII Nº 54, ENERO DE 2018
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