Mariano Antolín Rato
Ya nadie debería atreverse a decir que no está enterado. Las sangrantes barbaridades padecidas por ciertos humanos forman parte de la existencia cotidiana. Y detrás de bastantes de ellas se encuentra una explotación que intenta disfrazarse con una supuesta mejoría de la situación ambiental. En las ciudades de los países desarrollados, por supuesto, donde con frecuencia da la impresión de que se ha suprimido el suministro de aire irrespirable.
Los vehículos eléctricos, por ejemplo, se presentan como un alivio para el envenenamiento progresivo de los habitantes de esas zonas privilegiadas del planeta. Pues aunque sea una fuente de energía producida primariamente por centrales térmicas muy contaminantes, la tracción eléctrica contribuirá a reducir las emisiones de gases que contribuyen al efecto invernadero, una de las principales amenazas de la supervivencia en la Tierra tal y como se ha mantenido hasta hace poco. Sin embargo, voces autorizadas advierten de que la producción de esos vehículos plantea nuevos retos. Y mencionan los graves riesgos medioambientales y humanos que supone la extracción de minerales y el procesamiento de las materias indispensables para que funcionen.
Las baterías que los hacen moverse —avisan— necesitan determinados metales escasos como el litio, el níquel, el grafito o el cobalto, minerales con características muy apreciadas de conductividad y magnetismo. Y resulta que las mayores reservas de litio están en el triángulo que forman Bolivia, Argentina y Chile. También en China, que además es casi el único productor de grafito. De Filipinas, por su parte, procede prácticamente todo el níquel del mundo. Mientras la fuente mayor de cobalto es la República Democrática del Congo, operada, no podía ser menos, por una empresa belga.
A Estados Unidos y la Unión Europea les preocupa semejante falta de diversificación de los proveedores. Pero sobre todo sus miembros más activos en cuestiones ecológicas advierten de que la extracción de esos metales constituye un peligro per se. Y mencionan, entre otros casos, el de Filipinas, donde en 2017 han debido cerrar más de veinte minas debido a una contaminación tan alta que produjo la muerte de varios trabajadores. O que el método para obtener el litio consiste en la trituración de rocas y tratamientos de lagos salados, lo que exige grandes cantidades de energía y de productos químicos con objeto de purificarlos.
Ampliando la perspectiva, se llega a la guerra global entablada entre la industria de la energía de combustibles fósiles, que son los que aún hacen funcionar mayoritariamente a los vehículos y motores en general, y el sector de las energías renovables. Por mucho que el sol y el viento se vayan imponiendo con grandes dificultades, la distribución de la electricidad obtenida por métodos limpios se realiza a través de los mismos canales controlados todavía por los que producen energías sucias. Y estos son tremendamente poderosos y capaces de cualquier cosa. Incluso podrían, si eso favoreciera sus intereses, interrumpirla como muestra de su inapreciable importancia.
Para ello cuentan con la colaboración de los Gobiernos a sus órdenes que no impedirán que saquen hasta la última gota de petróleo del suelo o de debajo del mar. Aunque previendo que eso llegue a pasar, ya se están preparando para monopolizar otras materias que en el futuro puedan llegar a ser las mercancías más importantes. Un ejemplo es el agua. Informes difundidos recientemente dan cuenta de que hay planes estratégicos de las grandes empresas petrolíferas para pasar de productoras de petróleo a productoras de agua, un elemento que amenaza con escasear. Y uno puede vivir sin petróleo, sin luz incluso, pero es imposible hacerlo sin agua.
Probablemente acierte el profesor Arias Maldonado. En su inquietante y discutible libro titulado Antropoceno: La política en la era humana (Taurus, 2018) plantea la llegada de una nueva época, y encima geológica, resultado de la acción humana sobre la naturaleza. Sus hipótesis, basadas en sólidos razonamientos y estudios científicos rigurosos, apuntan hacia el fracaso de la «lucha contra el cambio climático» (las comillas son suyas). No parece, pues, que quede más alternativa que continuar denunciando a quienes imponen el engaño disfrazado de solución para ricos.
PUBLICADO EN ATLÁNTICA XXII Nº 56, MAYO DE 2018
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