Santiago Alba Rico / Hasta bien entrado el siglo XIX, la nostalgia era motivo justificado de exención militar. Durante siglos fue una epidemia que los ejércitos combatían alternando medidas clínicas y represivas: se prohibían ciertas canciones que podían activar el recuerdo de la patria o, al contrario, se llevaban con la tropa músicos y artistas -tambores y pífanos- que la hicieran olvidar; se devolvía al soldado a su casa o se le ingresaba en el hospital, donde acababa muriendo sin remedio. La nostalgia, en efecto, no era un sentimiento sino una enfermedad a la que había dado ese nombre griego -y un cuadro nosológico- el suizo Johannes Hoffer en 1688. Antes de esa fecha no existía ni la palabra, entonces un neologismo pedante rebuscadamente científico, ni el síndrome así descrito: abatimiento, pulso débil e irregular, sueño agitado, silencio obstinado, rechazo de alimentos, adelgazamiento, marasmo y por fin la muerte.
Bastó tener la palabra -nos recuerda Jean Starobinski- para que se multiplicaran los casos y los médicos diagnosticaran la dolencia, y prescribieran remedios, en todos los lugares del mundo y todas las clases sociales. Luego, en 1882, cuando Robert Koch describió el bacilo que lleva su nombre, se descubrió que muchos de los soldados “nostálgicos” habían muerto, en realidad, de tuberculosis. Hoy el término “nostalgia” no tiene la menor resonancia médica; liberada de su pasado clínico, describe un sentimiento banal y cada vez menos prestigioso: en una época soltera, de identidades solubles y fulgurantes y vínculos intermitentes, la nostalgia nos ata menos al terruño felizmente abandonado que a un pasado sombríamente reaccionario. No se siente ya nostalgia de una montaña o de una madre gorda y fragante sino del “antiguo régimen” -o de las tradiciones pretecnológicas-.
Una enfermedad que sufrió un proceso parecido de obsolescencia científica y banalización lingüística fue la melancolía. En un cierto sentido la nostalgia y la melancolía, que compartían síntomas, requerían intervenciones opuestas. La nostalgia y su “doloroso deseo de regresar” se trataban devolviendo al paciente a su tierra; la melancolía, con su desasosegante esplín, se aliviaba, al contrario, viajando. Los nostálgicos, en general, eran soldados de familias campesinas pobres; los melancólicos de clase alta y urbana; y mientras los primeros regresaban a casa para curarse, los segundos huían de las suyas buscando horizontes exóticos y experiencias fuertes. Unos iban y otros volvían. Tirando interesadamente de esta cuerda, podríamos decir que la nostalgia es cosa de pobres y la melancolía cosa de ricos y que nostálgicos y melancólicos se cruzaron -y se cruzan- como hoy se cruzan en el mar los turistas occidentales que van de vacaciones a Túnez o a Marruecos y los inmigrantes clandestinos que van a trabajar a Italia o a Francia. O para decirlo en formato demagógico: los melancólicos eran -y son- colonizadores mientras que los nostálgicos eran -y son- colonizados.
Podemos, sí, dividir el mundo entre ricos y pobres, entre colonizadores y colonizados, entre melancólicos cosmopolitas que mariposean de hotel en hotel sin que nadie les oponga ningún obstáculo y nostálgicos privados de su tierra, y obligados al movimiento, detenidos en todas las vallas y todas las aduanas. Hace unos días leía una noticia sobre los llamados beg-packers, turistas occidentales, blancos y rubios, que mendigan en ciudades pobres del sudeste asiático para cumplir su sueño de dar la vuelta al mundo: “Estoy viajando sin dinero; por favor, apoya mi viaje”, dice el reclamo callejero de uno de estos nuevos melancólicos que, convencidos de su derecho sagrado a viajar, piden solidaridad a los ciudadanos tailandeses, indios o malayos, a fin de continuar su aventura. Es difícil imaginar un colofón más perverso de la lógica colonial: jóvenes occidentales, cuyo pasaporte los protege de todo mal y les franquea todas las fronteras, que consideran natural y hasta revolucionario tener una experiencia exótica a expensas de aquellos a los que no dejamos venir a trabajar a Europa.
Pues esa es la cuestión: los melancólicos no solo niegan a los inmigrantes y refugiados el derecho a viajar que ellos se otorgan a sí mismos sino que, una vez en Europa, les niegan también el derecho a la nostalgia. El citado Starobinski lo explica de manera muy precisa: lo que primero fue una enfermedad y luego un sentimiento “reaccionario”, es ahora una culpa. Al nostálgico no hay que curarlo o al menos compadecerlo; hay que exigirle “adaptación”. En este mundo globalizado y soltero, de identidades volátiles y vínculos solubles, el deseo doloroso de regresar, allí donde el regreso es difícil o imposible y la presión colonial interna muy fuerte, se transforma fácilmente en “comunitarismo”. Queremos que haya restaurantes senegaleses, pakistaníes y marroquíes en Madrid, pero no comunidad senegalesa, pakistaní o marroquí. ¡Tienen que “adaptarse”! El vínculo con su tierra -y sus costumbres- no es ni dolencia ni sentimiento: es un pecado que nos amenaza. Es la matriz misma del terrorismo.
Es así como se cierra dentro de nuestras propias fronteras el ciclo colonial. Es así como los melancólicos se vuelven fascistas y los nostálgicos yihadistas. ¿La solución? Normalizar al mismo tiempo los viajes y la nostalgia.
PUBLICADO EN ATLÁNTICA XXII Nº 50, MAYO DE 2017
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