
Mariano Antolín Rato / Preguntaron a Robert Owen, el gran patriarca del socialismo, qué haría una vez que se estableciera la Utopía por la que tanto luchó. Su respuesta fue: «Me dedicaría a viajar».
Claro que este activo militante y, para algunos, fundador del socialismo inglés antes de Karl Marx, que, frente a la lucha de clases propugnada por éste, defendía la doctrina de la fraternidad humana, daba esa respuesta a comienzos del siglo XIX. Hoy, el viajar al que pensaba dedicarse Owen sería una continuación de sus utopías, o tal vez de los distopías en las que vivimos. Según Teju Cole, escritor nigeriano-estadounidense y autor de las muy recomendables novelas Ciudad abierta y Cada día es del ladrón (traducidas en la editorial Acantilado, de Barcelona), afirma acertadamente que ahora casi da la mismo visitar Zúrich, Ciudad del Cabo o Bangkok —son ejemplos suyos—. En todas esas ciudades nos encontraremos con lo mismo. Y hace una extensa lista de semejanzas, entre ellas la de los cafés y la música que ponen, los centros comerciales intercambiables, los interiores de las casas de clase media que responden a los mismos parámetros. Cada uno podría añadir muchas más y llegar a las masas de turistas sudorosos que lo invaden todo. En especial, los lugares «más representativos» del lugar promocionado por las agencias de viaje y las compañías aéreas que ofrecen pasajes tan baratos. En fin, lo ya sabido y que empieza a originar protestas por parte de los «nativos».
Eso no significa —en mi discutible opinión— que el mundo carezca de interés. Solo indica que es más uniforme de lo que sugieren algunos libros, documentales o reportajes fotográficos. Y me lleva a la idea que expuso Italo Calvino en su Las ciudades invisibles, donde sugiere que en la actualidad solo hay una gran ciudad continua sin principio ni fin: «Solo cambia el nombre del aeropuerto». Y, así, lo interesante consiste en las menos evidentes diferencias de textura: los signos, los montajes, las cosas ocultas a plena vista en cada paisaje, sea de ciudad o de terrenos aún no urbanizados.
Y al fin, después de tantas idas y venidas, tantas vueltas y revueltas, semejantes quizá a las de la ardilla de Iriarte cuando el caballo le pregunta: «¿son de alguna utilidad?», sigo con Calvino para abordar lo planteado en el título de este artículo.
Para el tantas veces insuperable escritor italiano los clásicos son «esos libros de los que se suele oír decir: “Estoy releyendo…” y nunca: “Estoy leyendo”». Aunque «toda lectura de un clásico es una lectura de descubrimiento como la primera». Pues «un clásico es un libro que nunca termina de decir lo que tiene que decir». Y concluye Calvino: «Los clásicos son libros que cuanto más cree uno conocerlos de oídas, tanto más nuevos, inesperados, inéditos resultan al leerlos de verdad», y «es clásico lo que persiste como ruido de fondo incluso allí donde la actualidad más incompatible se impone».
¿Y quienes son los que ahora releen y aprecian todo lo demás de los clásicos? Muy pocos y, cada vez menos. Incluso las altas instancias educativas han desterrado de los planes de estudios desde el latín hasta la literatura que no esté escrita en español. Y encima de la española recomiendan que los considerados clásicos se lean en versiones actualizadas hechas por autores que se forran con ellas.
A los poquísimos que aún los leemos se nos considera «culturetas pretenciosos», siempre y cuando no digan que dejemos de «tirarnos el moco», y nos dediquemos a algo más útil. A pesar ello, ensayos como el de Adam Nicholson, que ha traducido Gemma Deza para la editorial Ariel de Barcelona, con el título de El eterno viaje: Cómo vivir con Homero, acercan al autor de uno de los primeros libros de viajes, la Odisea, a nuestro tiempo; a las relaciones de padres e hijos, hombres y mujeres, hombres y hombres, mujeres y mujeres, la brutalidad de la guerra, el paso de la juventud a la vejez… Quienes consideren que no les interesan tales cuestiones por mí que… (evito terminar con un exabrupto).
PUBLICADO EN ATLÁNTICA XXII Nº 53, NOVIEMBRE DE 2017
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