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Amador Fernández-Savater, filósofo y activista: “Hoy el mapa de lo posible es otro”

Amador Fernández Savater en Tabacalera, local autogestinado en Madrid. Foto / Isabel Permuy.
Amador Fernández-Savater es pensador, editor, activo ciudadano político… Publicó recientemente Fuera de lugar. Conversaciones entre crisis y transformación (Acuarela/Antonio Machado libros, Madrid, 2013), un libro que recoge sus entrevistas a destacadas figuras del pensamiento y la acción social: hasta una treintena de activistas e intelectuales (mezclando sin jerarquías a los más y a los menos conocidos) que toman el pulso a nuestro tiempo y sus circunstancias. Las conversaciones tuvieron lugar entre 2008 y 2012, momento en el que la crisis que vivimos estalla y se desarrolla, y la mayor parte de ellas fueron publicadas inicialmente en la sección del mismo nombre que Amador conducía en el diario Público y se ofrecen ahora revisadas y ampliadas. Fuera de lugar es un compendio de sabidurías y perspectivas, ágil, claro y útil, un mapa para ayudarnos a comprender, un avivador del pensamiento, como se ve en la entrevista realizada por David Eloy Rodríguez que se publicó en el número 25 de ATLÁNTICA XXII, de marzo de 2013, y que reproducimos a continuación.
¿Es posible pensar en un periódico? ¿Cómo se esquiva el peligro de convertirse en un opinólogo?
Esas son las preguntas que me hice cuando Nacho Escolar me invitó a colaborar en el nuevo diario Público en 2007. Me interesaba participar porque el periódico buscaba como lectores a los protagonistas de movilizaciones importantes que cambiaron el paisaje de la vida política española y a mí me conmovieron muy directamente. Me refiero al “No a la guerra” de 2003, a la respuesta social a las mentiras del Partido Popular tras el atentado del 11-M de 2004, al movimiento por una vivienda digna, más conocido como “V de Vivienda”, etc. La gente cualquiera –y ya no solo los militantes de movimientos sociales o partidos políticos– se activaron en ellas rebelándose contra su condición pasiva de meros votantes o espectadores de la realidad. Y yo percibí en ese gesto de activación una posibilidad de renovación de la vida política, fuera del monopolio de los políticos. Participar en Público me podía poner de alguna manera en diálogo con esa posibilidad, por eso acepté la invitación.
Pero me incomodaba la posición de opinador que se me ofrecía, esa posición de dominio sobre la realidad con respuesta para todo, la posición del juez… Yo no quería “opinar”, sino abrir preguntas y compartirlas con otros. Pensé que podía intentar hacerlo a través de una sección de entrevistas. Es decir, en lugar de opinar sobre todo y de cualquier cosa, buscar y dar la palabra a algunas voces más o menos escondidas que investigan sobre el mundo en que vivimos y las maneras de cambiarlo. Es decir, no ofrecer una opinión más, sino un ramillete o una constelación de voces, no voces simplemente yuxtapuestas, sino entrelazadas por preguntas, problemas y perspectivas comunes. De hecho, en las entrevistas insisten una y otra vez los mismos problemas contemporáneos: el malestar social, el miedo, la figura del enemigo, la naturaleza de una nueva politización, el problema de la seguridad, la pregunta de cómo vivir juntos…
¿Qué se puede aprender de la experiencia del diario Público, de su deriva?
A nivel general, la experiencia de Público fue agridulce. Por un lado, la aparición del periódico ensanchó la realidad de lo visible y lo decible en la esfera pública española, cuestionando algunos tabúes “atados y bien atados” (el papel de la monarquía, la situación de la vivienda y la precariedad, el modelo hegemónico de propiedad intelectual, etc.) y valorando otras formas de entender la acción política, la relación con las nuevas tecnologías o la creación cultural, menospreciadas sistemáticamente por los medios de comunicación más “viejunos”. Pero por otro lado, Público decidió jugar en el marco de la cultura consensual asumiendo la polarización izquierda/derecha (PP y PSOE) como seña de identidad principal, experimentando muy poco con nuevos lenguajes para transcribir la complejidad de lo social y cerrándose a la implicación de la gente. Me parece muy interesante el hecho de que tras el cierre de Público y el despido de la mayoría de la plantilla los ex trabajadores hayan puesto en marcha con mucha valentía otras iniciativas (como La Marea, Líbero, Materia, Mongolia…) que a mi juicio son más interesantes, arriesgadas y creativas que el propio Público. Creo que eso habla claramente de que en el periódico existía un potencial de invención muy grande que estaba contenido y neutralizado por los formatos y lenguajes estandarizados de lo que se considera “buen periodismo”. A nivel personal, me alegro de haber colaborado con Público durante casi cinco años porque se aprende mucho saliendo de las propias zonas de confort y colocándose en espacios incómodos, desafíos que me han servido para aprender, para crecer.
¿Cuál es su manera de entender y practicar la entrevista?
“Son entrevistas de amigo”, me ha dicho alguien. Y es verdad. No hice ninguna de las entrevistas que ahora republico por encargo o de relleno, sino que me siento muy cercano al pensamiento de todos y cada uno de los entrevistados. Me interesa, lo valoro y hago mío, quiero darlo a conocer. Esa complicidad me parece que está en la base de las entrevistas. No discuto con los entrevistados, sino que más bien trato de “hacerles decir”. No pregunto para “pillar”, sino para que el otro despliegue su pensamiento, lo lleve más lejos o lo relacione con otros objetos. Por esa razón, aunque yo no hable apenas en las entrevistas, creo que de alguna forma son “conversaciones”, como dice el subtítulo del libro, porque muchas veces el entrevistado y el entrevistador recorremos juntos un camino de pensamiento en el que yo acompaño o empujo un poco. Luego está el trabajo de edición, que me apasiona. Es un trabajo de orfebrería muy gozoso y delicado: uno tiene a su disposición auténticas joyas, pero muchas veces hay que entresacarlas, pulirlas bien y darles una estructura. El mejor piropo que puedes recibir es que el propio entrevistado te diga algo así como “me has ayudado a entenderme a mí mismo”. Es una exageración, pero apunta a algo muy importante para mí: el trabajo de entrevistador es “auxiliar”, un trabajo de partera de palabras y pensamientos, por usar la imagen clásica.

Amador Fernández Savater. Foto / Isabel Permuy.
Nosotros o el caos
¿Cómo definiría la “cultura de la Transición”, un concepto que usa con frecuencia?
Sí, es un concepto que ha acuñado el periodista Guillem Martínez (una de las personas entrevistadas) y que yo retomo a mi manera. La cultura de la Transición (CT) es el orden simbólico que ha organizado el campo de lo posible en España desde hace más de treinta años: lo que se puede y lo que no se puede ver, pensar, hacer o recordar. La cultura consensual, desproblematizadora y despolitizadora que presenta la democracia-mercado como la única posibilidad de convivencia y organización de lo común. El casillero previsible donde todo tiene su lugar y en el fondo no pasa nada. Por un lado, ese consenso deja fuera de la discusión pública las cuestiones políticas y económicas (la polarización PP/PSOE ilustra eso muy bien). Por otro, el consenso distribuye los lugares y las funciones donde nos hemos de colocar: la política es cosa de los políticos, la palabra pública es asunto de expertos e intelectuales, el papel de la ciudadanía es votar y punto, etc. Por último, ese consenso se presenta como la única protección posible contra la barbarie, el totalitarismo o la guerra de todos contra todos (el golpe militar en 1981, el terrorismo de ETA, etc.). Pero cada vez se percibe menos la CT como una protección y cada vez más como la fuente misma de los problemas contemporáneos (la CT justifica una y otra vez los recortes, las privatizaciones y la precarización de la vida como algo absolutamente necesario). Hay un viejo chiste que circula ahora mucho y que lo explica muy bien. Aparece un político en una tribuna y grita a la masa que le escucha: “Pueblo: o nosotros o el caos”. El pueblo responde: “El caos, el caos”. Y el político dice entonces para sí mismo: “Da igual, también somos nosotros”.
El Movimiento 15-M no es, obviamente, una irrupción desde la nada. Ha habido numerosas fisuras en los últimos años en la “cultura de la Transición”…
Sí, de hecho las entrevistas de “fuera de lugar” se pueden leer como un momento y un modo de investigación sobre algunas de esas fisuras que finalmente el 15-M ha hecho visibles para todo el mundo. Me refiero a esas movilizaciones de nuevo tipo que citaba antes, referencias que en las conversaciones aparecen una y otra vez, dándonos mucho qué pensar sobre cómo están cambiando las formas de politización. Esos movimientos son “fisuras” en la CT porque discuten sus reglas básicas: plantean los problemas políticos y económicos que estaban velados, apuntando directamente al mayor de los tabúes de la CT al exigir “democracia real ya”; cuestionan el reparto jerárquico de lugares y funciones que hace de la política un asunto de expertos, reapropiándose y reinventando la democracia como participación común en los asuntos comunes; y expulsan del cuerpo colectivo el miedo paralizador apostando por una activación de la gente común en el planteamiento y la solución de los problemas que tenemos como sociedad.
¿Cómo resumiría las aportaciones esenciales del movimiento generado en torno al 15-M?
El mayor logro es una politización general de la sociedad. Es decir, la reapertura masiva de la pregunta de cómo queremos vivir juntos: cómo queremos que se tomen las decisiones políticas, cómo queremos que sea la educación o la sanidad, etc. Para mí, el 15-M no son mil grupos que hacen cosas, sino principalmente un nuevo estado mental y una nueva disposición hacia la realidad (más activa, más responsable, más colectiva). El 15-M es un clima en el que se vuelven posibles cosas que antes no lo eran. La situación macro sigue por el momento más o menos igual, pero ahora la vemos desde otro sitio (con menos soledad, menos impotencia). Hemos cuestionado juntos ese peso terrible de la realidad oficial que dice: “Lo que hay es lo que hay”. El sistema de partidos ha dejado de ser un tabú. La identificación entre democracia y capitalismo ya no está tan clara. La realidad antes invisible de los desahucios está ahora a la vista de todos. Es posible pensar y hacer política sin estar afiliado a un partido ni ser siquiera militante de un movimiento social. Nos servimos cotidianamente de la Red para construir colectivamente otro punto de vista sobre la actualidad. Hemos aprendido que el otro desconocido no es solo un enemigo o un objeto indiferente, sino que puede ser un cómplice. Nos hemos descubierto capaces de hacer cosas que nunca habíamos sospechado. El mapa de lo posible es otro, el clima social es otro. Ahí está para mí la mayor aportación del 15-M.
En la situación actual, ¿cómo no quedar inmovilizados por el miedo? ¿Qué podemos hacer? ¿Dónde situar la esperanza? Dice en el libro: “la catástrofe es a la vez derrota y derrotero”…
Este es uno de los temas, si no el tema principal, de Fuera de lugar. Por eso el subtítulo es “Conversaciones entre crisis y transformación”. Cuando entramos en crisis, personal o colectiva, cuando lo que creíamos sólido y garantizado empieza a desintegrarse, cuando el suelo se abre bajo nuestros pies, ¿cómo vencer el miedo, el sálvese quien pueda, la delegación de todas nuestras capacidades en “poderes de salvación”? No hay receta general, pero creo que hay un elemento de respuesta en lo colectivo. A condición de repensar el término, porque lo colectivo no solo son los grupos, los colectivos, las comunidades (que también), sino que existe una dimensión colectiva, o común, de la vida. Creo que esto lo explica muy bien la entrevista en el libro a María Naredo sobre seguridad ciudadana. María explica cómo una ciudad segura no es una ciudad repleta de policías, sino una ciudad donde hay buenas relaciones de vecindad, donde puedes confiar en un tejido informal y difuso que está ahí para cuidarte si te pasa algo. Pero vecindad no solo entre semejantes que comparten una identidad, sino vecindad entre desconocidos que comparten simplemente el hecho de ser humanos. Esa confianza en lo común aleja el miedo que nos hace dependientes de poderes que no están ahí para arreglar las cosas, sino más bien para todo lo contrario.
¿Hay también una crisis de palabras? Recordemos al poeta Pedro Casariego Córdoba: “Nuestras propias palabras nos impiden hablar. Parece mentira. Nuestras propias palabras”.
“Socialismo”, “izquierda”, “revolución”… Las palabras que tenemos para decir y pensar el cambio social que queremos –el lenguaje revolucionario del siglo XX– nos fallan. Nos dividen y nos enfrentan. Nos obligan a ver las cosas con lentes pensadas para otras situaciones o momentos históricos. No son ya palabras creíbles. Por eso muchas veces echamos mano de palabras muy poco codificadas ideológicamente, palabras un tanto vacías o pobres desde un punto de vista político tradicional pero que tienen (por eso mismo) una gran potencia. Pienso por ejemplo en el uso que ha hecho el 15-M de términos como “indignados” o “personas”. Son palabras aún libres del descrédito generalizado de la vieja política. Palabras que permiten la fuga del orden de las clasificaciones y los estereotipos dominantes. Palabras que crean terreno común para el encuentro entre diferentes. Palabras que son como lugares comunes. Hay que aprender a escuchar qué dicen esas palabras que no parecen decir mucho.

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