
Santiago Alba Rico / Hay dos debates feministas particularmente complejos que deberíamos abordar desde presupuestos claros pero sin conclusiones tajantes. Uno es el de la prostitución; el otro, el de los vientres de alquiler. Los dos ponen en juego, con diferentes combinaciones, los tres pivotes esenciales de la condición humana: el amor, el sexo y la reproducción.
La prostitución solo es posible allí donde el sexo y el amor están nítidamente separados. Esa separación es anterior al capitalismo y en un contexto patriarcal ha determinado la existencia histórica de dos clases de mujeres: aquellas con las que los hombres mantenían una relación de amor sin sexo o con el mínimo de sexo necesario para la reproducción; y aquellas de las que obtenían placer sexual tratando de evitar la reproducción. El primer gran logro feminista fue el de unir el amor y el sexo, de manera que el matrimonio dejara de ser un medio de reproducción del patrimonio masculino y la prostitución la reserva (masculina) de toda la sexualidad realmente existente. El segundo gran logro feminista fue el de separarlos de nuevo (el amor y el sexo), ahora en condiciones de relativa igualdad, y ello de tal modo que las mujeres, además de amar, pudieran también gozar, dentro y fuera del matrimonio.
Estos dos logros habrían sido imposibles sin un progreso científico de consecuencias antropológicas formidables: la invención de medios anticonceptivos que permiten separar la reproducción tanto del amor como del placer. La discusión entre abolicionistas y regulacionistas se inscribe en un contexto dominado por la “libertad” en su acepción mercantil, pero en el que esta transformación ha liberado de hecho la voluntad de la mujer, hasta el punto de que de pronto resulta legítimo distinguir -si no fácil- entre esclavitud sexual y prostitución voluntaria. En todo caso la discusión entre abolicionistas y regulacionistas, nunca cerrada, tiene más que ver con la relación entre sexo y personalidad: para las abolicionistas el sexo agota la persona, de manera que la venta de tiempo sexual es siempre una forma de esclavitud, mientras que para las regulacionistas es solo una prestación corporal, como la de una costurera por horas, y no toca la dignidad individual de la proveedora.
La cuestión de los vientres de alquiler es aún más complicada porque separa desde la “libertad” mercantil dos conceptos que el patriarcado solo había separado de hecho: me refiero al amor y la maternidad. Vientres subrogados ha habido siempre, bien en forma de esclavitud biológica -desde la sierva de Raquel en la Biblia a los niños robados de las dictaduras- bien de solidaridad parental (en algunas culturas no es infrecuente la adopción de sobrinos gestados a propósito con ese fin), pero nunca se había dado el salto de situar jurídicamente la voluntad de gestación al margen del amor. Eso solo es posible en condiciones de liberalismo económico, pero porque un progreso científico ha producido un nuevo hecho: la separación entre la reproducción y la unión sexual y, por lo tanto, la separación entre la madre y la gestación. Si desde el punto de vista antropológico los anticonceptivos permiten -contra el patriarcado- unir o separar a voluntad el amor, el sexo y la reproducción, la llamada “reproducción asistida” permite separar la maternidad del propio cuerpo para trasladarla a otro, puro recipiente, cuya voluntad tendrá que ser persuadida o, en este caso, comprada. ¿Se es libre para abortar o para prostituirse y no para gestar en el propio vientre un hijo ajeno?
Conviene tener claras dos cosas. La primera es que no son los hechos -ni siquiera los científicos- los que fundan los derechos. La existencia muy reciente de trasplantes de órganos ha obligado a una regulación en la que, en cualquier caso, al donante no se le reconoce ninguna “libertad” mercantil. Hay un mercado clandestino de órganos -con crímenes incluidos- que a nadie se le ocurriría legalizar y menos en nombre del derecho de un hombre pobre a vender su riñón izquierdo.
La segunda es que debemos aspirar a que sea el Derecho el que funde los hechos a partir del presupuesto de que el Derecho nace para proteger a los más vulnerables. Frente al liberalismo económico, que reduce la moral misma al derecho de compra-venta y que, por lo tanto, instituye dos sujetos de derecho (desiguales) para cada deseo consumista individual (el comprador y el vendedor, no importa de qué servicio u objeto se trate) cumple recordar que el único verdadero sujeto de Derecho, siempre variable, es la Fragilidad. Multiplicar los sujetos de derecho, como hace el capitalismo, es suprimir el Derecho mismo. En el ámbito de los transplantes, por ejemplo, no hay sujetos de derecho: ni el enfermo tiene derecho a un órgano ni el donante a venderlo. Lo que hay es una dificilísima distribución de órganos insuficientes entre pacientes desigualmente necesitados: esa distribución, es obvio, no puede hacerla el mercado y así lo entiende el sentido común.
No hay tampoco derecho a la adopción; son los niños los que tienen derecho a ser adoptados; y solo porque hay huérfanos desprotegidos las parejas, homosexuales o no, pueden -y deben- adoptar. No hay, por tanto, un sujeto de derecho que se llame “padres”. No tenemos derecho a ser padres y mucho menos a perpetuar nuestro “legado genético”. Los padres lo que tienen -y eso es lo que los define como padres- es la obligación de cuidar a los niños, sean biológicamente suyos o no. La ciencia puede separar la maternidad de la gestación -como puede unir dos órganos en otro cuerpo-; pero la misión del Derecho es frenar tanto al mercado como al patriarcado, que van además de la mano.
PUBLICADO EN ATLÁNTICA XXII Nº 52, SEPTIEMBRE DE 2017
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