
El torturador franquista
Manuel Brabo Montero.
Adelina Antuña fue torturada en un centro de detención instalado en Rioseco. La esposaron, la colgaron boca abajo de un palo sujeto al techo y quemaron papeles entre los dedos de sus pies. A una compañera con peor suerte le quemaron la zona genital. Los tormentos duraron quince días. Los gritos de quienes sufrían las torturas helaban el ánimo de quienes escuchaban sabiendo que les esperaba el mismo trato. Más de setenta años después, recuerda perfectamente el sufrimiento. Y también a aquel capitán que daba las órdenes y les decía a sus guardias civiles “aplíquenle la aviación”, que era como llamaban al macabro juego de suspender en el aire a las mujeres que estaban torturando. Se llamaba Brabo, nos dice, y era hijo de Brabo Portillo, que había sido igualmente un duro represor de los anarquistas catalanes hasta que lo mataron en un atentado “los nuestros”. El recuerdo sereno y fiel de Adelina se ve confirmado de repente en las páginas de un libro recientemente publicado por dos autores catalanes. Fernando Mota y Javier Tébar han dado a luz un libro titulado La muerte del espía con bragas. Falangistas, policías, militares y agentes secretos en la Barcelona de posguerra (Flor del Viento, 2013). En sus páginas salen a relucir las andanzas por tierras asturianas del capitán Brabo Montero. Ellos mismos las resumen en este artículo.
En julio de 1943, el penado Froilán Suárez Castro, de 27 años, minero de profesión y vecino de Barredos, y el reo Víctor Manuel Gutiérrez Suárez, de 28 años, vecino de la localidad asturiana de Cabañas Nuevas y minero-picador de profesión, reunieron el valor suficiente para declarar en un acto judicial castrense que habían sido torturados. Estos dos paisanos, en sus declaraciones indagatorias ante el juez militar encargado de instruir la causa 652/42, rectificarán las que tiempo atrás hicieron ante el capitán de la Guardia Civil Manuel Brabo Montero. Ambos aseguraron al juez haber sido bárbaramente maltratados durante los interrogatorios a los que fueron sometidos por aquel oficial. Suárez Castro relataba que fue colgado del techo, suspendido por los brazos y piernas, siendo apaleado; que cuando en varias ocasiones quedó sin conocimiento por efecto de los golpes recibidos se le lanzó agua fría en el cuerpo para reanimarlo; y, finalmente, que viendo que se sucedían estos maltratos firmó sin leer, porque se lo impidieron los guardias civiles, una declaración en la que, como más tarde se enteró, se autoinculpaba de haber cometido varios atracos, además de acusar «a varios individuos por completo inocentes, y a quien alguno de ellos ni conocía».
A finales del verano de 1941 el oficial Brabo Montero había sido destinado a la 117ª Comandancia Rural de Asturias. Conocía el terreno que pisaba, puesto que ya había sido enviado en 1934, formando parte de las fuerzas que reprimieron la “Revolución de Octubre”. En octubre de 1941 se instaló en Cangas del Narcea, haciéndose cargo de las fuerzas allí concentradas. Transcurridos once meses, pasaría a Sama de Langreo, estableciéndose provisionalmente en Rioseco, al mando de Grupos Móviles. El guerrillero asturiano Manuel Alonso González, conocido como ‘Manolín el del Lorío’, recuerda que en 1942 Brabo Montero se destacó «quemando mujeres, destrozándoles los pechos». Asegura también que quienes no pudieron soportar los malos tratos y la presión que sobre ellos se ejercía optaron por soluciones drásticas como la de quitarse la vida. Manuel Alonso llega al punto de atribuir «el suicidio de Isabel García y María Alonso a las permanentes torturas que padecieron a manos del capitán Brabo Montero». Sobre estos asuntos el propio Brabo Montero habría reconocido en privado la férrea persecución que impuso llevar a cabo a sus hombres y a sí mismo, cuando confesaba a un camarada y amigo personal que «las mujeres se ofrecen, campesinas y juguetonas, coloradas y sanas, podridas y vengativas, una -pobrecilla- se tira al tren por no acudir a mi presencia, otra se corta las venas de la mano en un calabozo para suicidarse, que en su sostén, único sitio vedado al registro, lleva afilado puñal, para utilizar contra ella o contra mí, otra se inocula una grave enfermedad y viene a mí para hacerme partícipe de su mal. Grandes y sublimes mujeres enemigas que se sacrifican por un ideal revolucionario antes de CANTAR, españoles al fin. Yo no las toco, me volví casto y sigo mi camino, o mi Imperio, con mis cárceles y mi Ley, humillándome tan solo ante Dios de las Alturas, mis dos Compañías de Regulares, mis dos de la Guardia Civil, con las otras dos de la Policía Armada, son mi Columna Móvil, me siguen porque sí, por su propia voluntad o por la mía, los tibios, negligentes y reacios».
Brabo se sentía en Asturias dueño absoluto de su destino y del destino de los otros: «Pues sí, querido Manolo, el tiempo no existe y por eso he pasado grandes espacios de mi vegetar luchando por la Independencia de mi Imperio, con mi Ley y mi Justicia (…) la luna siempre es la misma cada veintiocho días a las ocho, de llegar, en las circunstancias que tú sabes, con un paquete de cuatro días, que me honre y terriblemente fichado y recomendado, ya era Jefe de la Zona Sur, a cien kilómetros del mando, mi residencia con fuerzas de todas clases, cárceles a mi disposición y FEUDO INDEPENDIENTE (palabras del General Abriat, tan loco como yo, pero inteligente)».
Ante tal cúmulo de informaciones sobre las prácticas llevadas a cabo por este oficial de la Guardia Civil -tanto en Asturias como en Barcelona como responsable del Rondín Antimarxista a lo largo de 1939-, se puede tener la tentación de pensar que este miembro de la Benemérita pudo constituir motivo de inspiración para un personaje como el del “capitán Vidal”, interpretado por el actor Sergi López en la película El laberinto del fauno, dirigida por Guillermo del Toro. Su ira sanguinaria, la mano de hierro con que dirige a sus hombres y su obsesión con honrar y dar continuidad a la estirpe militar y policial de su familia bien pueden hacérnoslo pensar así.
PUBLICADO EN ATLÁNTICA XXII Nº 33, JULIO DE 2014
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