Charo González Arias / Manuela, una salvadoreña pobre y madre de dos hijos, acudió al hospital cuando se le presentó una hemorragia en el primer trimestre del embarazo pero el personal médico, lejos de atenderla, la acusó de practicarse un aborto, siendo condenada a treinta años de cárcel. A los pocos meses de la sentencia falleció a causa del cáncer linfático que padecía sin haber recibido tratamiento médico, a pesar de que desde que acudió al hospital con bultos alrededor del cuello y sangrado el cáncer estaba en estado avanzado, lo que casi con toda seguridad le provocó la pérdida del embarazo. En su país el aborto está prohibido en todos los casos. Mainumby es de Paraguay, tiene diez años, está embarazada tras la violación de su padrastro y su vida corre peligro dada su corta edad y desarrollo incompleto del útero, además de padecer desnutrición y anemia. Aunque en ese país la legislación permite abortar en caso de riesgo para la vida de la madre, a la fecha ninguna autoridad judicial ha accedido a la solicitud del equipo médico. Lo que sí hicieron los jueces con anterioridad fue archivar la denuncia que interpuso la madre de la menor ante las sospechas de violación y ahora, tras conocerse el embarazo, meterla en la cárcel por complicidad en el delito, mientras su expareja sigue en paradero desconocido. En Perú grupos de activistas están tratando de reabrir el caso previamente archivado de las esterilizaciones forzadas a 300.000 mujeres indígenas, la mayoría quechuas, por orden de Alberto Fujimori en los años noventa. El plan gubernamental formaba parte de una política sanitaria con fines claramente eugenésicos que contó con financiamiento del Gobierno de Estados Unidos y de la propia ONU.
No sé si Foucault tenía en mente este tipo de ejemplos cuando utilizó por primera vez en los años setenta el término biopolítica, en referencia al mecanismo de control social por parte del Estado a través de la gestión política sobre los cuerpos, una forma de gobernabilidad de la población a través de la administración de sus vidas. Como plantea Javier Ugarte, tras el tránsito del “dejar vivir o hacer morir” de la Edad Antigua y Media, al más moderno “hacer vivir, dejar morir”, la selección de la población se puede desarrollar ahora sin derramamiento de sangre. Y parece que en ese tipo de gestión pública los cuerpos de las mujeres han representado lugares privilegiados para el despliegue de técnicas de poder. Antaño con la quema de brujas como dice Silvia Federici, hoy mediante la “desaparición” demográfica de 200 millones de mujeres de acuerdo con el premio nobel de economía Amartya Sen. Pero desafortunadamente sus cuerpos no son el único campo de batalla. Las reiteradas tragedias en las costas mediterráneas han acabado con la vida de decenas de miles de migrantes en los últimos años, mientras Europa refuerza sus fronteras y endurece las leyes migratorias. En Estados Unidos policías blancos asesinan personas negras con total impunidad, en una versión moderna del Ku Klux Klan, mientras la Border Patrol hace lo propio disparando por la espalda a migrantes mexicanos indocumentados. Las hambrunas y sequías persisten inexplicables en tiempos de abundancia y derroche en el Norte, acabando con la vida en el Sur. Y México continúa buscando a los 43 estudiantes desaparecidos con la complicidad del Estado desde el año pasado, mientras el mundo se desangra en guerras de alta y baja intensidad, civiles, preventivas, nacionalistas, genocidas, pero todas con alto poder letal.
Tal vez el primero que tuvo una idea biopolítica fue el genial escritor irlandés Jonathan Swift, cuando en el siglo XVIII planteaba irónicamente una solución para acabar a la vez con la pobreza y con el hambre: que los terratenientes se comieran a los hijos de los campesinos pobres que no podían pagar la renta de las tierras. Aunque el panorama internacional no parece muy halagüeño, confiemos en que el nuevo escenario político nacional que se dibuja en el país contribuya a transformar la biopolítica en bioética.
PUBLICADO EN ATLÁNTICA XXII Nº 39, JULIO DE 2015
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