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Atlántica XXII

Carmen Bascarán: “Me niego a aceptar que no se puede construir otro mundo”

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Carmen Bascarán: “Me niego a aceptar que no se puede construir otro mundo”

La activista social Carmen Bascarán. Foto / Javier Bauluz.

La activista social Carmen Bascarán. Foto / Javier Bauluz.

GALERÍA DE HETERODOXOS/AS

Carmen Bascarán (Oviedo, 1944) procede de una familia de la burguesía ovetense, pero lleva toda su vida trabajando con “los de abajo” para que no sigan siendo explotados por “los de arriba”. Lo hizo en la clandestinidad durante el franquismo, con FUSOA –la red creada para apoyar a los presos políticos de las huelgas mineras– o como miembro de la primera junta directiva del Club Cultural de Oviedo. Ya llegada la democracia, entre otras muchas luchas, en la Casa de los Parados de la Argañosa creando cooperativas de atención a domicilio. Y después en Brasil, cuya lucha contra el trabajo esclavo fue reconocida con el I Premio Nacional de Derechos Humanos, concedido en 2005 por el gobierno de Lula da Silva. También ha sido premiada por Periodismo Humano y la Asociación de Estudios Americanos del Principado de Asturias como socia de honor.

Patricia Simón / Periodista.

Carmen carga sus palabras de la misma fuerza y convicción cuando denuncia en una aldea perdida de Brasil a los terratenientes que emplean mano de obra esclava, mientras todos los asistentes tememos que alguien le dispare, que cuando realizamos esta entrevista. Cristiana de base, emplea la misma rotundidad para llamar “traidores” a los partidos políticos que traicionaron a los movimientos populares, “terroristas” a los banqueros y empresarios que viven de machacar a los pobres y “fariseos” a los que, desde la Iglesia, contradicen el legado de un “tipo”, Jesucristo, que iba por ahí con su madre y con los “de abajo”.

Carmen tiene manos de jornalera, cerebro de estratega revolucionaria y corazón de leona.

Cuando en 1994 Carmina llegó a Maranhao, el Estado más pobre de Brasil, ni el Gobierno ni la Organización Internacional del Trabajo (OIT) reconocían la existencia de trabajo esclavo. Hombres y mujeres que en el mismo momento de ser contratados asumían una deuda con el terrateniente basada en la compra de los utensilios y la ropa de trabajo. Obligados a pagar precios desorbitados por la comida y el alojamiento, llegado el momento de cobrar su primer salario descubrían que su deuda no había hecho más que aumentar. Carmen ha conocido esclavos con hierros de ganadería marcados a fuego en su cuerpo por haberse atrevido a reclamar su jornal. Otros que fueron tiroteados cuando intentaron huir de las haciendas, donde se cultiva la soja o la carne que consumimos en los países ricos.

Gracias al trabajo del Centro de Defensa y de la Vida que fundó junto a unos jóvenes de Açailandia, la ciudad en la que se emplaza, consiguió que la erradicación del trabajo esclavo se convirtiera en una prioridad gubernamental y que más de 10.000 jóvenes que habían nacido en la más absoluta miseria, y a los que solo les esperaba la explotación y la prostitución, hoy tengan formación y, en muchos casos, se hayan convertido en líderes sociales.

Tras quince años en Brasil –adonde vuelve para trabajar con frecuencia– regresó a España para ayudar como abuela a las familias de sus cuatro hijos, tres de los cuales han sido cooperantes internacionales.

“No perdono al PSOE”

Cuando hace once años le pregunté por qué ponía su vida en riesgo luchando contra los terratenientes que emplean mano de obra esclava, me contestó “porque me duele la barriga si no lo hago. Porque no entiendo que no haya más gente haciendo lo mismo en lugar de intentar ganar dinero o, simplemente, dejando pasar el tiempo”. ¿Cuándo y cómo descubrió que su forma de estar en el mundo sería al lado de los empobrecidos?

En un viaje de Gijón a Salamanca con el colegio. Había un grupo de emigrantes españoles que venían de Suiza. Uno de ellos me contó que llevaba tres años allí, viviendo en la boca del metro para no gastar nada y enviar todo lo que ganaba a su familia. No conocía a su último hijo porque no había vuelto en ese tiempo. Esa imagen, que no olvido nunca, me marcó para siempre. ¿Por qué yo tanto y otros tan poco?

Además era el momento del Concilio Vaticano II y hacíamos ejercicios espirituales con el Padre Patiño, que después sería secretario del cardenal Tarancón. Nos enseñaba que Jesús estaba con las prostitutas, con los leprosos y contra el poder establecido, los sacerdotes, los fariseos… Yo lo traduje a lo que veía en la calle.

¿Cuándo empezó a militar en el PCE?

Carnet del PCE solo tuve seis meses. Siempre fui lo que ellos llamaban “tontos útiles”. Pero yo tenía mi propia teoría: tú llámame tonta y vamos a ver quién es útil a quién. Utilizaba su maquinaria para trabajar con la gente que lo necesitaba. A finales de los años setenta, con FUSOA, apoyando a las huelgas mineras recaudando dinero para mantener a las familias, llevando medicinas o compresas al encierro en el arzobispado que protagonizaron las mujeres de los mineros presos –del que se cumplen 40 años–, estando pendientes de sus niños…  Empecé con los Cristianos por el Socialismo, pero me uní a todos los que me proponían acciones para defender a los de abajo, sin importarme de qué grupo eran: demócratas cristianos, el PSP… Después, el PCE montó el Club Cultural para traer conferenciantes y debatir sobre lo que no se podía hablar entonces.

¿Cuáles fueron los grandes logros de aquella etapa en la clandestinidad?

Recuerdo el miedo que teníamos a qué pasaría cuando muriera Franco. Demostrar que se podía hacer la Transición sin una guerra, que era el coco que nos adjudicaban los franquistas. Recuerdo a un personaje, Vicente Álvarez Areces, yendo conmigo al obispado para negociar con los curas que las iglesias se abrieran para ser centros de acogida del cambio. En muchos casos fue así, un logro en aquella España tan polarizada.

Conseguir que podamos decir lo que queramos, aunque nos insulten, es impagable y entiendo que los que no lo han vivido no lo entiendan. Recuerdo el día en el que detuvieron a Charo, de FUSOA. Estaba nerviosísima porque, si ella se iba de la lengua, la siguiente en caer era yo. Mi exmarido me llevó a un bar a tomar un café para calmarme y estaban los de la brigada político-social. Me tuvo que sostener porque casi me desplomo del terror.

¿Y cuáles fueron los grandes fracasos?

La traición a los movimientos populares. No perdono que el PSOE, considerado entonces de izquierda, subiera al poder gracias a la gente que estaba en la calle y, después, promoviera su desmovilización de esa manera. Se traicionó el caminar hacia una utopía de una sociedad nueva de iguales. Tengo muy vívido el recuerdo de esos 20 puntos del NO a la OTAN de Felipe González y cómo negoció la entrada después. Sentí una traición tan fuerte que, si mis motivaciones hubieran sido solo la lucha partidaria, no hubiera seguido en mi línea de trabajo. Por eso entiendo la traición de militantes que dejaron de luchar por ese otro mundo y se adaptaron a las posibilidades que dejaba esta democracia capitalista burguesa. Ese pactar para sobrevivir nace de un complejo de la izquierda, de no creernos realmente en posesión del poder. Así que se hace hasta donde nos deja el poder instituido. Parecía que no había otra alternativa que aceptar esas limitaciones. Pero yo me niego a aceptar que no se puede construir otro mundo.

Bascarán en su casa de Oviedo. Foto / Javier Bauluz.

Bascarán en su casa de Oviedo. Foto / Javier Bauluz.

La experiencia brasileña

Tras todas estas frustraciones, ¿por qué sigue creyendo que sí se puede?

Porque si no pudiéramos el mundo estaría acabado. Me niego a aceptar que cada cuatro segundos tenga que morir un niño de hambre o que los inmigrantes tengan que malvivir en el Gurugú esperando su oportunidad para saltar a Europa. Me niego a que, para que yo viva bien, otros tengan que sufrir esa vida. Como decía un amigo, “el amor alegra, duele y cansa, pero no se acaba”. Entonces es que yo creo en el amor. Y encima he comprobado su capacidad de transformación. ¿Cómo si no cuatro chalados íbamos a conseguir cambiar leyes estatales en Brasil?

¿Y por qué se fue a Brasil?

Siempre quise estar en la frontera donde se producen estos cambios sociales, así que, cuando mis hijos ya estaban encaminados, busqué dónde poner en práctica algunas de las cosas que en aquella vieja Europa no conseguía llevar a cabo.

El Centro de la Vida y los Derechos Humanos se convirtió en un polo de transformación social: más de 10.000 niños aprendieron a defender su dignidad a través del arte y la formación en los derechos humanos; trabajadores esclavos que llegaban a vuestra puerta descalzos son ahora ciudadanos que lideran su propias luchas y resistencias… ¿Qué lecciones extrae de aquella etapa?

Que no admito que nadie me diga que los pobres son pasivos o que se conforman con lo que tienen porque no quieren trabajar. El ser humano sí quiere luchar, pero no puede si tiene que dedicar todo su tiempo a sobrevivir, a buscar algo que darles de comer a sus hijos esa noche. Cuando cubrimos esas necesidades básicas, se sumaron cientos y cientos a luchar por sus derechos.

Lo segundo que aprendí es que la fe mueve montañas. Cuando crees de verdad en una cosa y le dedicas todo tu tiempo desde que te levantas hasta que te acuestas, y sueñas con ella, terminas consiguiéndolo. Parece imposible que cambiáramos leyes federales, pero es que no había quien nos parase porque teníamos claro que era un derecho que tenía que reconocerse, y nos daba igual lo que dijesen las leyes.

También descubrí mecanismos del poder para desmovilizar. Por ejemplo, cuando éste no tiene otra alternativa que conceder un derecho porque la lucha popular es imparable, lo presentan como una cesión desde su generosidad. El poder se apropia de los avances para vaciarlos de su contenido revolucionario y presentarlos como propuestas propias.

El sistema también coopta a los mejores de los movimientos sociales. He visto gente que dio su vida en el Centro y que ahora que ha alcanzado un estatus de reconocimiento social, intelectual, que le dan premios de derechos humanos, se sitúa en el poder. Y ya no luchan como pueblo ni con el pueblo, sino desde su posición de poder, con lo que pasan a formar parte del sistema. Empiezan a quedarse en el posibilismo y a perder la fuerza transformadora. Lo mismo pasó en Asturias con gente revolucionaria de ponerte los pelos de punta y que después formaron parte de Gobiernos.

Cuando vuelve a España se encuentra con la crisis, el 15-M, la PAH…

Sí. Fui varias veces a la Plaza de la Escandalera y vi que era el momento de apoyar desde fuera a los que venían sin toda la carga ideológica que yo traía. Tiene que haber propuestas nuevas y mucho más audaces. Y eso fue el 15-M. La gente se cansó de que las crisis las tengan que pagar siempre los de abajo. No sé hasta dónde van a llegar pero es el momento de la oportunidad del cambio y lo que van a ser capaces de hacer va a depender de que no se dejen comprar por el poder.

Asturias es la región más envejecida de la Unión Europea, con un éxodo generalizado de la población joven porque aquí no tiene perspectivas laborales. Sin embargo, durante los años de superávit, Asturias era la Comunidad Autónoma que más dinero recibía por habitante. ¿Por qué vive Asturias este estado de fosilización?

Por eso tiene que venir alguien nuevo, porque ya basta de corrupción, de despilfarro… Y, sobre todo, de disfrazarse detrás de unas siglas. Se ha traicionado la idea de lo que significa socialismo y eso es lo más grave. Llamarse socialista y hacer lo que se ha hecho con esta región es una sinvergonzonería a la que no hay derecho y algún día la Historia les pasará factura. Ninguno de mis cuatro hijos vive aquí, mi hermano tiene también cuatro y tres tuvieron que irse, mi hermana igual…

Machismo y tercera edad

¿Cómo ha sufrido el machismo en los movimientos de izquierda?

El machismo es igual en la izquierda que en la derecha. Desde mandarnos callar en reuniones hasta ser la única mujer en encuentros y, cuando preguntaba por sus compañeras, me respondían que estaban en casa haciendo sus cosas. Claro que la resistencia de las mujeres es impresionante y mientras ellos pensaban que estaban zurciendo sus calcetines, ellas estaban reunidas en otro lugar organizando sus propias luchas. Hemos avanzado a la contra, no gracias al apoyo de los compañeros, que nos llamaban locas.

Cuando ve que, cincuenta años después, siguen insultándonos llamándonos  malfolladas, putas, feas… por actuar soberanamente en el espacio público, como ha ocurrido con las mujeres de la CUP, ¿qué piensa?

Pues que hay que seguir luchando, denunciarlos y, después, responderles con sorna: “¿Malfollada por qué? ¿Porque no me follas tú?”. La imagen que tenemos que tener de nosotras mismas es que valemos tanto, que no hay hombre ni insulto que nos pueda quitar un gramo de nuestra valía. No voy a admitir que el criterio de nadie me haga cambiar mi modo de vida, mi pensamiento, mi forma de acercarme a las otras personas. Y si para eso tengo que estar sola, voy a estar sola. Valgo tanto.

Y cómo nota el machismo ahora que está en la madurez.

Personalmente no le presto atención, pero como fenómeno social las mujeres mayores son despreciadas, son cosas que ya no valen. Que me hagas una entrevista a mí me hace hasta gracia porque, como mucho, el resultado será que digan ‘ya está esta vieja loca con sus cosas’.

¿No tenía miedo a ser asesinada en Brasil por su lucha contra los poderosos?

Cuando tienes claro que tienes que actuar contra los culpables de tanto sufrimiento, sientes el peligro, pero el miedo simplemente queda atrás.

“Las mujeres tenemos que cargarnos de razones”

De haber sabido lo que sabe ahora, ¿qué habría hecho diferente?

Estudiar más de lo que estudié porque no acabé la carrera. Las mujeres tenemos que cargarnos de razones y una de éstas es la formación académica, ante la que los hombres se frenan.

De lo único que me arrepiento es de no haberme atrevido a hacer más, a ser más contundente, por miedo a ser rechazada: no decirle a un compañero que está traicionando lo que veníamos a hacer por temor a ser tachada de autoritaria, o que la consigna que está lanzando es mentira porque me fuese a llamar pequeño-burguesa.

PUBLICADO EN ATLÁNTICA XXII Nº 43, MARZO DE 2016

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