
Ricardo Mallada de reparto en el concejo de Salas. Foto / Sergio López.
ATLÁNTICA XXII acompañó a un cartero rural del concejo de Salas durante una jornada de trabajo, el pasado mes de junio. Una experiencia agridulce, palpar de primera mano las pequeñas alegrías y la decadencia de una profesión de utilidad pública en vías de extinción, que casi hacen añorar a Braulio, aquel célebre cartero televisivo de la serie Crónicas de un pueblo.
Rafa Balbuena / Periodista.
Ricardo Mallada lleva ejerciendo de cartero desde el año 2004, y actualmente lleva una de las cuatro zonas (carterías, en el argot) del concejo de Salas. Es uno de los “afortunados” que cuenta con contrato como laboral fijo en Correos. Con la salvedad de que se trata de un fijo discontinuo. Esto significa, en román paladino, que con suerte puede trabajar más o menos la mitad del año, haciendo reparto donde toque. “He sido cartero en Ribadesella, Belmonte, Grao…. y ahora aquí, en Salas”, relata mientras se dirige a su coche (su coche, recalcamos, porque es suyo) con el que se dispone a cumplir una jornada laboral en la que recorrerá 103 kilómetros, a lo largo de 25 puntos de entrega del concejo.
“Los sitios más grandes o con más reparto serán Malleza o La Arquera, luego lo demás son pueblos, caserías y lugares, algunos con dos o tres habitantes como mucho”, señala antes de ponerse al volante. Correos paga 23 céntimos por kilómetro, no le facilita vehículo de empresa –ni un ciclomotor siquiera– y Mallada está obligado a reponer, por su cuenta y riesgo, un medio de transporte de sustitución en el caso de que su Renault Clio se quede en una curva del camino. Y así empieza el recorrido, partiendo de la oficina postal de Salas. La Asturias profunda, como quien dice, en ruta desde las 9:30 de la mañana a las 4 de la tarde.
La primera parada, tras ocho kilómetros y unas cuantas curvas por la carretera vieja a Pravia, es La Puerta, punto más alto del concejo, para entregar varias cartas de banco, de la Seguridad Social y correo comercial, aparte de revisar el buzón del lugar. Acto seguido, bajamos la pendiente hacia Gallinero, para entregar otra carta. Curvas cerradas, cuestas imposibles y una casería donde nos recibe a ladridos un mastín (“tranquilos, este no hace nada, que ya lo conozco”, señala Ricardo). Le reciben Manuel y Rosa, matrimonio mayor que se alegran, efusivos, de recibir la visita del cartero. Y no solo del envío.
De ahí, seguimos más hacia abajo. Ricardo es un tipo afable y cuenta que, a pesar de la precariedad laboral, los meses en el dique seco y otras carencias diversas, “este es un trabajo muy guapo, interactúas con la gente, siempre pasan cosas, anécdotas…”. Pone como ejemplos las caras de alegría cuando entrega cartas de familiares emigrados a Argentina, Uruguay o México. O cuando le tocó reparto en Sardéu, en el domicilio de Menchu Álvarez del Valle, estando Letizia Ortiz de visita. “La primera vez aluciné con aquella cantidad de guardias civiles, ¡hasta me pararon!”, cuenta entre risas.
Llegamos a La Barraca, donde está Casa Claudio, el chigre-tienda mixta del pueblo que hace las veces de “centro social” de la zona. Claudio García, el dueño, y Ana, que trabaja allí, saludan al verle entrar por la puerta, mientras los parroquianos se ponen al día entre ellos de lo que cuentan en las distintas casas de la parroquia. “Claudio es quien más puede ayudar para encontrar una dirección, una persona o lo que haga falta por aquí”, explica el cartero al presentarnos. El chigrero devuelve el cumplido asegurando que, “si no es por carteros como Ricardo, aquí estaríamos abandonaos”. Pero el servicio de reparto está pendiente de un hilo, le decimos. Él asiente. “Lo sabemos, desde que jubilaron a Elena, la anterior cartera, se veía venir”, explica, “pero quedarnos sin cartero… qué va, ni soñarlo”, previene. “Privatizarlo sería… un desastre. El cartero y el panadero, en pueblos como este, son fundamentales; no reparten: comunican. No ye que traiga solamente cartas o paquetes, ye alguien que une a los vecinos”, aclara Ana.
El siguiente tramo es algo complicadillo. Nos espera una cuesta de dos kilómetros con tres paradas distintas en un núcleo disperso llamado Culebréu. Dos caserías y un lugar, con entrega de certificado que antes se ha concretado por teléfono con el destinatario. “Si no, menuda broma subir para dejar un aviso”, indica Mallada. Para el cartero, y para el vecino: argayos, ramas, piedras sueltas y baches, amén de las curvas y desniveles, no animan a cruzar mucho esta carretera, como no sea para ir a Urgencias o a cobrar un Gordo de la Primitiva. “Y ahora es gloria bendita; hace dos años, la primera vez que me tocó repartir aquí, esto estaba sin asfaltar”, añade. Gloria bendita, sí, pensamos-maldecimos mientras nuestras cabezas dan con el techo por tercera o cuarta vez, yendo a 20 km/h. Es una mañana de primavera y hace buen tiempo. En noviembre, lloviendo o con nieve, debe de ser inolvidable, ¿verdad? “Bueno, yo tengo que hacer esta ruta en invierno, que es temporada de bastante trabajo”, asiente Ricardo con una sonrisa, sin dejar de mirar atento al suelo de la calzada.
Llegamos a una casa en medio del monte, donde viven un padre, su hijo y la chica rumana que les ayuda. La ley de dependencia tampoco llega a estos sitios y el móvil no da señal de cobertura. De nuevo un encuentro afable, se aprecia el esfuerzo y el trabajo que supone traer aquí un envío, como es el caso. Pero queda mucho reparto aún, y no tardamos más de un minuto en bajar el camino. Dos regodones recién caídos nos hacen dudar si bajarnos. Ricardo dice que no, que no hace falta, que el coche pasa. “Una vez cayó aquí mismo un árbol y tuve que hacer la vuelta marcha atrás, aquello sí fue heavy”, relata. Otra parada en otra casa medio aislada, para entregar más cartas del banco y un aviso municipal, y regresamos a La Barraca. Culebréu quedó atrás por hoy: 23 minutos para cubrir los 2.200 metros de trayecto.
Ricardo Mallada organiza el tramo con los envíos que quedan y nos recita las paradas que va a hacer. Dieciséis núcleos similares y casi 75 kilómetros de carretera. O de pista. O de camino vecinal… A las 4 de la tarde, la tarea concluye. Mañana, más de lo mismo. Empieza en nada la campaña electoral y crece el volumen de trabajo, votos por correo incluidos. Y después… saber que más adelante van a llamarle para trabajar, que para eso es laboral fijo. Lo malo es no saber exactamente cuándo. O si va a haber “más adelante”. Antes los carteros tenían su panorama laboral claro. Hoy cambia tanto como el paisaje de Salas, donde en nada se pasa de bosque cerrado a prado abierto, entre el sol, la niebla y algún chubasco inesperado. Y todo el rato entre curvas.
PUBLICADO EN ATLÁNTICA XXII Nº 45, JULIO DE 2016
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