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Atlántica XXII

Clase sin conciencia de clase

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Clase sin conciencia de clase

Op Ana

Ana Vega / Apenas escuchamos ya palabras como pueblo, frases o construcciones con tantísimo valor y significado como conciencia o lucha de clases, o algo más importante y simbólico aún como aquello que se denominaba clase obrera. Poco a poco van desapareciendo de nuestro vocabulario verbal y escrito palabras que por separado toman una forma determinada pero al unirse se convierten en un concepto que da sentido, origen y posibilidad de cambio –presente o futuro– a toda una generación, incluso mundo o humanidad entera. Lo que no se nombra no existe, lo que no existe no se puede cambiar o mejorar en modo alguno. Antes se hablaba de proletariado, ahora de una extraña fusión entre proletariado y precariedad por las condiciones extremas de vileza laboral que sufrimos, lo que ha originado un término más exacto: precariado. Un término que avanza, evoluciona y crece sin medida, y que se establece ya como algo quizás definitivo, algo que alude a la precariedad de una clase de trabajadores y trabajadoras que se extiende peligrosamente. Un término al que nadie añade un dato importante: clase sin conciencia de clase. Y sin conciencia no hay lucha ni pelea, tan solo sumisión, síndrome de indefensión aprendida.

Si nos fijamos en la cantidad exacta por debajo de la cual se considera que un ciudadano o ciudadana o familia se encuentran por debajo del umbral de la pobreza o en riesgo de exclusión social –reflexionemos sobre el significado de estas palabras y dicha construcción también– nos daremos cuenta de que el engaño ha alcanzado un nivel tan alto que ha acabado por devorarnos. Nos seguimos considerando clase media cuando ese concepto ha sido inventado como instrumento más de dominio y represión de un Estado capitalista y patriarcal que consume y devora con absoluta ferocidad buscando una mayor producción, pero nunca atendiendo al interior del alma o del sufrimiento del pueblo.

Esta realidad que nos inunda, política, laboral y personal, se ha convertido o transformado en una especie de representación vergonzosa de una sociedad creada a golpe de martillo sobre nuestras cabezas. La narración de Hans Christian Andersen El traje nuevo del emperador, también conocido como El rey desnudo, parece reflejar con bastante precisión esta situación que vivimos en la que todos y todas parecemos aplaudir una verdad inexistente. El conformismo, el miedo, la crisis de valores, muy anterior a la crisis económica que vivimos, nos conducen a este estado vegetativo en el que seguimos respirando pero sin consciencia alguna y mucho menos desobediencia, duda o exigencia. Piotr Kropotkin nos hablaba ya en La conquista del pan de la importancia de volver a la verdad, de la invasión absoluta y devastadora del sofisma y la hipocresía y de la imposibilidad certera de vivir en una sociedad así: “Hay que volver a la verdad o desaparecer”. Y probablemente sea imposible construir nada desde la falacia.

Nos engañan, pero nos engañamos también. La historia de cualquier hombre o mujer es la historia de la humanidad entera y, si nos fijamos en nuestro alrededor, esta verdad cotidiana que conocemos –y que rechazamos por doler demasiado, por su alcance– es la única pauta a través de la cual puede alzarse el cambio. No veo en discurso alguno de mi entorno más cercano, o el que escucho desde otras alturas a nivel político y público, ningún conocimiento de la realidad creada, de las pautas que impiden avanzar, de las normas que establecen el hambre y la miseria, y que conducen a una vida sin dignidad. Pan, comida y techo, pero para lograr equilibrio e igualdad es necesario un conocimiento preciso de la verdad, la que se oculta tras el engaño de esta farsa que nos invade, la que duele, la de las familias que no alcanzan una vida digna, la de quienes no poseen moneda de cambio alguna, la de todos nosotros y nosotras quienes nos hemos convertido en esclavos y esclavas de un sistema donde es imposible alzar la voz siquiera.

“Solo los ingenuos y algún premio Nobel de economía llegan a creer que nuestro mercado encarna la libertad de elegir, olvidando algo tan obvio como que sin dinero no es posible elegir nada”, nos advertía José Luis Sampedro. La libertad solo es posible cuando es posible ejercerla.

PUBLICADO EN ATLÁNTICA XXII Nº 43, MARZO DE 2016

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