Xuan Cándano / Director de ATLÁNTICA XXII. De una de las exclusivas periodísticas que pude conseguir en el periódico para el que trabajaba entonces, siendo aún un imberbe periodista recién salido de la Facultad, guardo un especial recuerdo. Los sindicatos y los partidos de izquierdas salían a la luz tras la larga pesadilla del franquismo y yo tenía un buen contacto en la dirección de UGT, que no era más que un puñado de voluntariosos militantes.
Uno de ellos, casi tan imberbe como yo, me puso sobre la pista y me acompañó al escenario de la noticia. Nicolás Redondo estaba veraneando alejado del mundo y de las cámaras en Tuña, el pueblo del general Riego, un buen lugar para un luchador y un honrado sindicalista como Redondo.
El líder ugetista me recibió muy cariñosamente y me concedió una larga e interesante entrevista. Estaba allí con un viejo amigo e histórico ugetista también vizcaíno, que era veraneante habitual en Tuña: Lalo López Albizu. Por las tranquilas calles y rincones del pueblo andaba correteando un mozalbete llamado Patxi López, que luego llegaría a lendakari.
Mi madre conserva en su mesita de noche una foto de aquel encuentro, en la que Nicolás me lleva cogido por el hombro mientras sonríe relajado, como si me estuviera soplando alguna confidencia. Algo de memoria histórica o de herencia genética debe de haber en relación al lugar de privilegio que mi madre asignó a esa foto, ya amarillenta y descolorida. Mis dos abuelos fueron socialistas, y por tanto ugetistas.
En aquellos tiempos dorados de la ilusión y la inocencia, en los que creíamos que por caer una dictadura acabaría la opresión, no todo el mundo en el entonces llamado cuarto poder, que ahora es peor que el primero, recibía con los brazos abiertos a los demócratas salidos de las catacumbas. La primera vez que unos militantes de UGT fueron a llevar un comunicado a la Hoja del Lunes de Oviedo, periódico de la Asociación de la Prensa, tuvieron que salir por pies perseguidos por Ricardo Vázquez-Prada, uno de los periodistas más populares durante el franquismo en Asturias.
Con la decisiva ayuda del PSOE, que pronto se convertiría en un partido de gobierno, UGT comenzó a transformarse en una organización poderosa con la devolución del patrimonio histórico incautado en la Guerra Civil, una justa compensación de la que fue marginada la CNT, que iniciaría un periodo inverso de aislamiento y marginalidad.
De la mano del partido hermano, UGT se fue burocratizando y convirtiéndose en una gran empresa con una tupida red clientelar y una legión de liberados. Y poco a poco dejó de ser un sindicato de clase para convertirse en esa clase de sindicato, dócil y pactista, que tanto interesa al despiadado sistema capitalista.
Y como un nuevo rico, cada vez menos reconocible en sus humildes orígenes, el sindicato obrero que fundara Pablo Iglesias, el que encabezó la revolución del 34, pasó a ser una especie de agencia laboral de servicios múltiples.
Cuando llegó una lluvia de millones con el ingreso en la Unión Europea, el chollo de los cursos de formación ya fue la perdición. Sobraban los veteranos militantes de la refundación, que fueron sustituidos por ejecutivos dudosamente eficaces sin más alma que la que de entonar La Internacional y levantar el puño para mantener las esencias estéticas. Sobraba hasta Nicolás Redondo, que se fue a casa como vino, pobre en dinero y rico en dignidad.
Muchos españoles empezaron a vivir por encima de sus posibilidades, a los obreros les dio por jugar a la bolsa y a este cambio se sumó con ellos y con entusiasmo UGT, que montó empresas y se hizo inversionista. Ahora le estalló la burbuja en las narices.
Justo Rodríguez Braga dice a los suyos que preside un consejo de administración, lo que lamentablemente es cierto. Y tiene como referente ejemplar a la Guardia Civil, a la que considera un cuerpo modélico por su jerarquía y su disciplina. La historia como broma, que decía Marx.
Pero si hay algo serio ahora en España es el rescate de los sindicatos del control de los impostores que se han convertido en sus dueños, con la complicidad de sus afiliados y de los propios trabajadores, que no parecemos mirar más allá de la nómina, los que aún podemos verla.
La democracia podría prescindir de los partidos políticos, tan desprestigiados como los sindicatos. Pero los trabajadores tendremos que asaltar los sindicatos como los mineros ugetistas asaltaban los cuarteles de la Guardia Civil en la Comuna Asturiana, porque no podemos seguir solos frente a ese monstruo insaciable del capitalismo desbocado.
Es lo que nos pasa a los pobres por enterrar la conciencia de clase. Que llegan los ricos sin ninguna clase de conciencia y no encuentran resistencia.
PUBLICADO EN ATLÁNTICA XXII Nº 30, ENERO DE 2014.
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