Mariano Antolín Rato / Todo lo que diga podrá ser utilizado también en contra de formas artísticas que no sean exclusivamente visuales. Esto lo sé y, en realidad si me refiero a la pintura, escultura, instalaciones y similares es para evitar –y no voy a conseguirlo, estoy seguro– que algún colega se sienta aludido. Los escritores por lo general somos miembros de una especie muy susceptible. Así que Honi soit qui mal y pense, famosa divisa heráldica traducida de modo habitual y un tanto forzado por: “Que el mal caiga sobre aquel que piense mal”.
Desde hace un tiempo abundan las protestas contra la comercialización del arte. Se denuncia que el valor de las obras viene marcado por su precio. Y los críticos radicales señalan cargados de datos que los coleccionistas adquieren las más caras porque hacerlo es una inversión rentable. Tampoco excluyen de la intolerable tendencia a gran parte de las galerías, pues se atienen a criterios comerciales para elegir a los artistas que exponen. Acusan incluso a los miembros del último ismo fijador de cánones, el “curatorismo”, de hacer la selección de sus obras preferidas con la mirada puesta en la capacidad que tengan de atraer compradores, más que basándose en consideraciones estéticas. Los museos no se libran, desde luego, del ataque al comercialismo. Y los especialistas concienciados utilizan como ejemplo, entre otros muchos posibles, el Guggenheim de Bilbao, que ofrece al mismo nivel majaderías tipo el perrito floral Puppy, de Jeff Koons, un artista de los que más caro vende, junto a las esculturas de Richard Serra o Cristina Iglesias, tampoco nada baratos pero cuya calidad no discute nadie.
¿Cabreos injustificados? Difícil considerarlos solo eso. Si, de acuerdo con Guy Debord, esta es la sociedad del espectáculo, también lo es del consumismo, el derroche, el desperdicio y –como hemos tenido que tragar– de los bonos basura. Y así en las bienales, las documenta y hasta las contra exposiciones proliferan auténticas cagadas con gran valor en el mercado artístico. Mierda y desastre se titula el reciente y perturbador libro de un combativo analista del estado de cosas imperante, Fernando Castro Flórez. A pesar del atosigamiento de citas, demuestra que hoy el arte más rompedor solo habla del arte, y que la estética de la catástrofe se inscribe en el exhibicionismo global. Para él ya no es posible la trasgresión cuando la especulación financiera convierte en oro y diamantes las porquerías que vende como arte.
De esa especulación –aunque no siempre del carácter excrementicio– se proponen escapar artistas de la vena activista y política que trabajan seriamente para desestabilizar e intervenir en un mundo injusto. Puede que sus obras, generalmente instalaciones y denuncias de las desigualdades y la concentración de la riqueza que acompañan el capitalismo exacerbado, traten de enfrentarse a un arte definitivamente instalado en la economía especulativa. En ocasiones, incluso consiguen promover cierta toma de conciencia frente a la inmoralidad imperante. Pero, glosando a otra incisiva y acertada crítica, Elena Vozmediano, eso solo funciona con los ya conversos. Esto es, otros artistas y “castas educadas” en posesión de herramientas que facilitan la “legibilidad”, y promueven un “compromiso” al margen de la realidad.
Y la realidad, que siempre es la que imponen las clases dominantes, se cuela en sus obras y las integra. Pues no suelen hacer daño a nadie excepto en el nivel simbólico. Quienes las compran son los mismos especuladores que esperan obtener beneficios de unas disidencias que ellos mismos consienten. La propia dinámica económica del neoliberalismo hace que ese arte político forme parte del mercado. Lo demuestra con toda desvergüenza una mesa redonda celebrada en una importante feria de arte bajo el título de “Coleccionar arte político”.
Resulta, pues, insignificante el arte radical que trata de desarrollarse al margen de los circuitos del mercado. Carece de eco, porque para tener visibilidad debe convertirse en un objeto más de los que adquieren las elites forradas de pasta. Con todo y para que no se me acuse de cenizo, recurro a una fase de Scott Fitzgerald para terminar. Esta: uno debería ser capaz de ver que las cosas son irremediables y, sin embargo, estar dispuesto a hacer que sean de otro modo.
PUBLICADO EN ATLÁNTICA XXII Nº 42, ENERO DE 2016
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