
Placa en el lugar del atentado contra Luis Carrero Blanco.
Quique Faes / Periodista.
La calle Serrano, en el corazón financiero de Madrid, está llena de gente a la que parece irle bien. Hay relojes de pulsera a la venta por 3.000 euros, y una señora muy enojada se está encarando con la cajera de una sucursal bancaria porque no la deja acceder a una cuenta a la que no tiene acceso. La señora dice, airada, que está harta de firmar cheques con muchos ceros y añade que protestará en su sucursal de siempre. Seguramente lo haga. A pocos metros, ante la embajada de los Estados Unidos, montan guardia agentes bien armados de Policía y Guardia Civil. El consulado al que el cronista ha tenido que acudir esta mañana para completar un trámite que no viene al caso es la sede diplomática de un país sudamericano, y allí, sin embargo, solo hay un discreto funcionario policial que -si uno atiende a la quietud infinita con la que está leyendo los diarios- podría pasar por conserje. Para todo hay clases.
El caso es que el cronista ha caído en este lugar que -francamente- le gustaría que no existiera, o al menos que no existiera tal como es, y al salir de un comercio cualquiera en la calle Claudio Coello, esquina a Maldonado, se le ha incrustado en la vista una placa tan primorosamente cuidada que parece nueva. Reza, textualmente: “Aquí rindió su último servicio a la patria con el sacrificio de su vida, víctima de un vil atentado, el almirante Luis Carrero Blanco, presidente del Gobierno español. El pueblo de Madrid dedica esta lápida para honrar su muerte heroica y perpetuar su memoria”.
Bueno. Dejando de lado la torpeza histórica del redactor, que no previó el chiste inicial con lo del “último servicio a la patria”, y aún reconociendo la hermosura de la palabra “vil” (que te deja en la boca un regusto áspero como a emboscada del medievo), parece oportuno equiparar al malogrado delfín de Franco, qué sé yo, con el que según el texto vendría a ser su sucesor en el cargo, Mariano Rajoy. Por lo de “presidente del Gobierno español”, digo. Se podría haber añadido al menos, en honor a la verdad, algún paréntesis honesto del tipo presidente (fraudulento) del Gobierno, o presidente del Gobierno (de una larguísima dictadura). Pero como no ha sido así, y la plaquita -que es de 1974 pero que de tan lustrada parece de ayer mismo- está ahí para sugerirles a los escolares del ahora que el personaje de ceja pobladísima al que en el pasado asesinaron en esa esquina no era el sucesor de un dictador, sino un demócrata de toda la vida.
En fin: que mejor la quiten. Es terrible esto de la apropiación interesada del lenguaje por parte de quienes desearían ser los únicos nombradores de la Historia (incluya usted aquí, amiga lectora, tanto a quienes en su día colocaron la placa como a los que parecen estar tan interesados en que se conserve en su sitio, y bien limpita). Termina por embrutecer el espíritu. Y si en general no podemos permitirnos el embrutecimiento, menos todavía ante el cambio político de gran calado que dicen que se avecina. Al contrario: si algo hace falta es no replegarse después de votar, en su caso, por el cambio, porque lo más arduo vendrá después. Empezando por marchar por ejemplo a Madrid, calle Claudio Coello esquina a Maldonado, y desclavar una placa rancia que tal vez no tantos echarían en falta.
O al menos cambiar el texto. Personalmente, yo no lo haría, pero quién sabe si alguna malvada o malvado, tras teclear en Internet el nombre del almirante asesinado, hallaría inspiración para sustituir la parrafada por un más elocuente: “A Carrero Blanco, campeón de salto”. Sin más.
You must be logged in to post a comment Login