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Atlántica XXII

Cortas y largas distancias

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Cortas y largas distancias

Santiago Alba Rico / Hay cosas cuya existencia podemos percibir pero no medir con el cuerpo porque superan la escala antropométrica: el orden cósmico, por ejemplo, poblado de cuerpos celestes demasiado lejanos para el ojo y en el que lo decisivo es la red espacio-temporal en la que se balancean; o el orden subatómico, inalcanzable e imprevisible, regido por leyes que la intervención del cuerpo desordena; o la escala paleontológica, desplegada hacia atrás -como necesitaba Darwin- millones de años, una cifra que ninguna vida humana finita puede acompañar o imaginar. La diferencia entre el mito y la ciencia es ésa: el mito narra con el cuerpo lo que la ciencia aprehende mediante instrumentos extra-corporales e hipótesis matemáticas. La creación del mundo hace 3.600 años siempre será más antropométrica -y resultona- que ese big-bang remotísimo en el que nuestra mente no puede poner el pie.

Luego hay cosas que sería bueno poder medir con el cuerpo, pero que se nos escapan por razones antropológicas y políticas. Marx, por ejemplo, descubrió en la historia lo que Einstein descubrió en el cielo: que lo determinante no son los cuerpos sino las relaciones -económicas- que mantienen entre sí. Pues bien, esas relaciones no son transparentes ni inmediatamente reconocibles, lo que abre un margen muy rentable a la explotación y la manipulación: lo que el marxismo clásico llamaba “alienación”. Lo mismo ocurre con el cambio climático, que puede ser negado, frente a todas las evidencias científicas, porque los cuerpos sienten más o menos calor, pero no “sienten” la relación entre la temperatura inmediata -o la prolongación del verano- y un lento e irreversible desplazamiento estructural. Si pudiéramos medir con el cuerpo las “relaciones” sería mucho más fácil defenderse del capitalismo, un poder siempre lejano y abstracto.

Y hay por fin cosas que, ni en éste ni en ningún otro mundo posible, conviene medir con el cuerpo. Me refiero, por ejemplo, al Derecho. Todos aceptamos la “ficción” de una racionalidad constituyente (“la razón es lo que todos los hombres piensan por igual cuando están tranquilos”, decía Voltaire) porque no hay verdadera democracia si no hemos decidido siempre ya, desde fuera de nuestros cuerpos, que ninguna asamblea futura de cuerpos reunidos puede establecer legalmente la tortura, el canibalismo o la teocracia. Eso es una Constitución. Es muy bueno, en definitiva, que no sean las víctimas (de un asesinato o un atentado) las que redacten los códigos penales. Si el Derecho se opone a la Ley del Talión como un gran progreso humano es precisamente porque excluye a las víctimas como legisladoras. O mejor dicho: porque excluye que los humanos se traten a sí mismos como víctimas en el momento de legislar.

¿Qué podemos medir, entonces, con el cuerpo? Las cortas distancias -que en algunas culturas aún se miden en “palmos” y “pies” y “pulgadas”-, donde cada vez ocurren menos cosas. No solo el poder, distante y abstracto: nuestra propia vida ocurre lejos de nosotros, en redes sociales y flujos tecnológicos de imágenes manufacturadas respecto de las cuales nuestros cuerpos son solo residuos un poco molestos. En las cortas distancias, las que podemos medir con los cuerpos, ¿qué pasa? Que nos dolemos, envejecemos, nos morimos, tres procesos que chocan con la descorporización ideal del capitalismo, que solo se intercambia capitales, informaciones e imágenes.

El bien -escribía hace poco- es inconmensurable. Lo mismo pasa con la belleza y la verdad: se depositan sobre el cuerpo y lo transforman, sí, pero a nuestras espaldas, de tal manera que, cuando desaparece una fuente de belleza (o 65 millones de gorriones), nos degradamos sin notarlo. Las caricias, que dignifican, no dejan huella visible. El mal, en cambio, es contable y exige ser contado: los golpes, las cicatrices, las víctimas del Holocausto. Por eso es tan difícil politizar el bien y tan fácil politizar el mal. No hay teorías conspiratorias en torno al bien o la belleza, comandos benéficos actuando en la sombra, como los enanitos de los cuentos de hadas o el San Isidro mitológico, para mejorar nuestras vidas. Pero si hay un incendio, nos cae un rayo o contraemos un cáncer, tenemos que contar los daños y establecer esa relación que, en el caso de la explotación laboral o el cambio climático, se nos escurre en la abstracción.  En una bellísima conversación con Delibes Castro sobre los incendios forestales, Sánchez Ferlosio decía: “Los hombres prefieren que sus males procedan de alguna culpable intencionalidad humana  porque lo accidental, lo azaroso, es moralmente improductivo”. También políticamente: Ferlosio habla de esa “apelación populista” que abona todas las manipulaciones -de derechas y de izquierdas- frente a aquello que un partido o una facción percibe como una amenaza.

Moral y políticamente es muy duro -porque es inútil- aceptar que a veces no hay culpables. Mucho cuidado. Deberíamos proteger las cortas distancias -frente al mercado y la tecnología- para asentar una ética (no una épica) de los cuidados. Pero deberíamos intentar conectar los cuerpos y las largas distancias a la hora de afrontar un poder cada vez más lejano y abstracto y responsable -ese sí- de la pérdida de derechos laborales y civiles, del cambio climático y de la irrelevancia y contaminación de las cortas distancias, en las que caben cada vez menos cosas, pero en las que caben por igual el amor -si lo dejan- y el linchamiento -si lo promocionan-.

PUBLICADO EN ATLÁNTICA XXII Nº 53, NOVIEMBRE DE 2017

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