
María Teresa Prieto en una foto familiar. Es la primera, de pie, por la izquierda en la fila superior.
Contenido para suscriptores.Natalia Fernández Díaz | Lingüista y traductora. El carácter astur está tabulado por un ADN audaz y melancólico –es decir, se lo reparten a dosis iguales la ferocidad gótica y guerrera de Don Pelayo, al que todos reivindican como supremo antecesor de heroísmos propios y ajenos, y la melancolía atlántica, que se comparte ampliamente con otros territorios bañados por el bravo océano, y que incluyen la Galicia de Rosalía y los pazos austeros, y el Portugal de los fados y de las voces como la de Amália Rodrigues, que sabe a oleaje batido, a mar revuelto, y a sus tesoros más recónditos–. En ese mapa sentimental atlántico se sitúa Oviedo.
Y en ese Oviedo que aún contemplaba con sus ojos soñolientos a la Regenta, y mucho antes de que Dolores Medio empezara su novela con aquella infausta frase que fue su perdición –«Oviedo es una ciudad dormida»–,
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