
Asistentes a una corrida de toros en Gijón, el pasado mes de agosto, acceden a la plaza ante una protesta antitaurina. Foto / MAXII.
Luis Carlón.
Imaginen a la hija de Nacho Vidal pataleando alegremente en un portabebés suspendido de los hombros de su padre mientras éste acaricia la cabeza de su partenaire arrodillada, e imaginen que la estrella del porno sube a las dichosas redes sociales una foto de la escena bajo el lema “#orgullodeesperma”. Ahora, escandalícense; y, por último, comparen esta imagen con la del famoso #orgullodesangre de Fran Rivera, tan gallardamente aplaudida por unos y por otros. Yo vería muchas más semejanzas que diferencias: dos niños involucrados sin venir a cuento en actividades legales para adultos. Los defensores de la racial estampa del cuñado de la presentadora de MasterChef apelan a la tradición y a la cultura, como si porno no viniese de una vetusta raíz griega, como si los frescos de Pompeya representasen TeleTubbies, como si no se le llenase a todo el mundo la boca (con perdón) al hablar del “oficio más viejo del mundo” y como si la Venus de Willendorf fuese un pisapapeles. Llegado al caso, los adalides de la fiesta –qué fantástica fantástica esta fiesta– acuden a la demanda popular, como si el metesaca no estuviese en el incontestable Olimpo de lo más buscado en Internet.
¿Por qué el hecho de que dos adultos (o tres, o cuatro, o los que quepan en el plano) se entreguen, voluntariamente y para entretenimiento del personal, a todo género de acrobáticas cochinadas (que exigen por cierto una forma física sobresaliente –pido perdón de nuevo–) es condenado a la marginalidad, mientras que a otro puñado de adultos consagrados a torturar a un animal que no sabe de qué va la historia se les permite revestirse con los suntuosos ropajes del arte y la cultura? La clave está en que cierta ignorantsia patria acude a la historia y a la tradición como quien se pasea ante el buffet de Marina d’Or; y quiere hacer pasar lo suyo por lo nuestro por mucho que al establecer la esencia de lo español use el mismo criterio que el gerente de una estación de servicio cuando decide si le asigna el número cuatro al de dos huevos fritos, lomo y patatas o al de merluza a la romana, ensaladilla rusa, dos croquetas y ensalada. El mismo.
Lo gracioso del caso es que esa arbitraria selección ni siquiera es autóctona. De no habérnosla impuesto como activo turístico una troika farandulera de Hemingways y Avas Gardner, en armonioso pack con los tablaos y sangría, esta burda treta del indigenismo neoimperial se hubiera extinguido como lo están haciendo todas esas tradiciones auténticas que se nos insta a abandonar en aras de la competitividad, la modernidad, la prosperidad y otros conceptos acabados en -idad, de esos que llevan el jersey sobre los hombros. La inferioridad ante el guiri, malamente reconvertida en ese inigualable gracejo nuestro, sigue en plena forma: rastreen si no en Youtube a Dani Rovira dirigiéndose a Tim Robbins y a Juliette Binoche en la entrega de los premios Goya –la palabra gala me da grima hasta pensarla–. Si me han hecho caso, no me guarden rencor.
Soy carnívoro, y no se me escapan los fangales éticos que conectan mi dieta con el sanguinario pastiche de los muchos paquirris que en el mundo han sido, de modo que no soy propiamente abolicionista. Sostengo, eso sí, que la tauromaquia debe ser, como el porno, cosa de adultos, y no subvencionarse. ¿Cómo es posible que un cursillo para menores de eso que se sigue llamando sin rubor la fiesta nacional, convocado en Gijón en agosto de 2014, hubiese de ser suspendido in extremis y solo por una no reconocida presión popular? Permítanme que, a falta de revolcadero más sensual, me refocile en la reductio ad absurdum que tan a huevo se me pone. ¿Por qué no introducir a nuestros niños en la multimillonaria industria del porno? ¿Por qué no instruir a las niñas en las sensuales artes de apartar tangas y caminar con taconazos? Hágase todo, eso sí, desde la máxima seguridad, un puro simulacro, con un carretillo rematado por un consolador acolchado haciendo las veces de fornido maromo y con los látigos debidamente recubiertos de gomaespuma. ¿Y por qué los interesados en la plasmación audiovisual del antiquísimo y lucrativo oficio no reciben la formación profesional que el PP se ha empeñado en implantar para la matanza pública? Claro que, en este penoso apoyo público al gore-mex que impermeabiliza nuestra raza, el PP no está solo: una de las notas del canto del cisne del gobierno de ZP en noviembre de 2011 fue la institución de un premio nacional de Tauromaquia.
No querría frivolizar demasiado. Como biólogo sé muy bien que la pornografía evoca pasajes particularmente sombríos del drama darwiniano que nos ha traído hasta aquí; y como los parásitos, a su manera, también lo saben, puedo adivinar cuánto hay de preventivo en el tabú sexual. Además, la pornografía y la prostitución vienen a ser dos caras de una misma moneda, y sobre ambas planea la sombra horrenda de la esclavitud. Pero tal sombra, no mucho menos ominosa, planea también sobre una industria tan intachable como la textil, sin que nadie la dé por irredimible.

Los dos titiriteros detenidos en Madrid por supuesta exaltación del terrorismo.
Ordeno cuanto puedo estas viejas ideas, animado por el reciente esperpento censor de Madrid. ¿Sabe la atlantista y aznariana tribu a qué se dedicaban Punch y Judy? ¿No se les ha ocurrido pensar de dónde viene aquello de no dejar títere con cabeza? ¿Nunca han leído un Mortadelo? Las mismas hipócritas instituciones que se la cogen con papel de fumar cuando un muñeco liquida a otro son las que glorifican a quien con sus manos desnudas y ensangrentadas exhibe trozos de un animal torturado.
Ahora que no solo está en juego el carácter español sino nada menos que el carácter del niño español –o sea, la formación del fantasma nacional–, a los juiciosos numeradores de platos combinados no les basta con la marginación, y es preciso endurecer el castigo: que vivan las ‘caenas’. Ils ne sont pas Charlie.
Algo huele a podrido, y no precisamente en Dinamarca.
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