
Un guarda forestal informa desde su vehículo de un incendio en plena noche. Foto / Javier Bauluz.
La ola de incendios que asoló Asturias y, en mayor o menor medida, al resto de las regiones cantábricas el pasado mes de diciembre exige la apertura de una reflexión de fondo. No estamos ante un episodio casual sino ante un problema estructural que necesita ser abordado con una nueva perspectiva, pues nos enfrentamos a un fenómeno inédito en nuestra historia pero que volverá a repetirse si no asumimos reformas en las políticas territoriales. Los grandes incendios han venido para quedarse a menos que cambiemos de rumbo.
En primer lugar, no solo por la extensión de los mismos sino por los territorios a los que afecta, ya que podríamos decir que no estamos ante incendios estrictamente forestales sino también rurales e, incluso, periurbanos. Su cercanía a los pueblos y ciudades de Asturias así lo corroboran.
En segundo lugar, para entender la dimensión del asunto hay que poner el foco de atención no en las consecuencias, sino en las causas. Hay que atender a la enfermedad y no solo a los síntomas. Pero tal parece que la preocupación política se centra solo en apagar el incendio cuando se produce (en atender al síntoma) pero se relaja a medida que el tiempo nos aleja de la tragedia, y eso sí que es ilógico además de irresponsable. Ya ocurrió con el incendio del Valledor, el primer aviso. Esperemos que no suceda lo mismo tras los incendios de diciembre, el segundo y más alarmante.
Para aproximarse al problema desde la patología y no desde la sintomatología, resulta conveniente reparar en una obviedad que, incomprensiblemente, tiende a ser olvidada: un incendio precisa de la combinación de tres elementos: aire –mejor si es abundante y seco, como los grandes vientos de sur que se dieron en diciembre–, combustible –cuanto más abundante, menos húmedo y más extendido por el territorio mejor– y una chispa, es decir, alguien, o algo, que inicie el fuego. Insistimos en la idea de la necesaria combinación de los tres elementos porque, por separado, ninguno de los tres es capaz de generar un incendio, y porque –y más importante– la búsqueda de la solución pasa por minimizar simultáneamente la capacidad potencial de los tres y evitar que puedan combinarse.
En la tarea por atenuar la potencialidad destructiva en la combinación de estos tres elementos, las políticas autonómicas tienen diferentes capacidades. Contra el cambio climático, al que se relaciona con algunos episodios extremos, poco podemos hacer pues la escala de intervención es global. Asturias debe implicarse, eso es obvio, pero todos los indicadores apuntan a que el problema nos acompañará durante este siglo y afectará gravemente a la humanidad y al equilibrio de la biosfera. Tenemos que luchar contra el cambio climático y, a la vez, prepararnos para convivir con él.
Contra los que encienden la chispa hay que actuar con una batería ordenada y amplia de acciones y medidas políticas que van desde las educativas a las judiciales. El repertorio de potenciales incendiarios, y sus móviles, es ahora más amplio y difuso que en los incendios forestales de los años sesenta del siglo XX. Por negligencia, por descuido, con intencionalidad, por intereses especulativos, por desafección con el monte, por venganza, por vandalismo… el caso es que hay más móviles, mayor capacidad de hacer daño con una chispa y más facilidades que nunca, también para hacerlo con aparente impunidad. Una cuestión previa debería ser prioritaria para ordenar la forma de abordar este aspecto de los incendios: no se puede criminalizar a ningún colectivo profesional, social o territorial. Las razones por las que alguien, solo o en grupo, decide prender la mecha son personales y responden a alguna de las motivaciones apuntadas.
Por último, y como causa esencial de la cuestión, debemos ocuparnos del combustible. Y ahí es donde las políticas regionales y locales tienen el más amplio campo competencial. Los incendios tienen su principal cimiento en una enfermedad territorial motivada por una mezcla de tendencias que nos llevan al actual paisaje rural cada día más simplificado y ‘matorralizado’: abandono de las prácticas agropecuarias multifuncionales, lo que implica la pérdida de los paisajes en mosaico que eran no solo distintivo de nuestro “paraíso natural” sino, y con mucho, menos vulnerables a los incendios; ‘matorralización’, no ya del monte sino también de antiguas zonas de cultivo y pastizales que llegan hasta las proximidades de las villas y ciudades; aparición de grandes superficies forestales en monocultivo con especies fácilmente inflamables; simplificación y concentración de la cabaña ganadera; desatención de las masas boscosas… Todo ello hace que nuestros espacios forestales, e, insistimos, también los agrarios, acumulen grandes cantidades de combustible que alimenta a los grandes incendios cuando alguien pone una chispa aprovechando las condiciones meteorológicas idóneas.
La Asturias rural está enferma. Los incendios son el síntoma de esa enfermedad. Tenemos un problema de “salud pública” en nuestro territorio al que hemos llegado por acumulación de años de actitud indolente, mala vida y por no haber visto el problema que se nos venía encima con los cambios de uso y el abandono. Y ese problema no se arregla solo incrementando las plantillas de bomberos, sino aprendiendo a gestionar el medio rural de otra manera, tal como algunos investigadores –Jesús Arango, Jaime Izquierdo, José Antonio González, Pedro Medrano…– llevan tiempo poniendo de manifiesto.
Ni las vigentes políticas de conservación de la naturaleza y espacios protegidos, ni las forestales, ni las agrícolas, ni las ganaderas, ni las de desarrollo rural, ni las de ordenación del territorio, pensadas por separado y pensadas para tiempos pasados, están a la altura de esta problemática emergente y devastadora de los grandes incendios. Ni están a la altura las políticas, que han cristalizado sobre unas leyes y unos procedimientos administrativos ineficientes, ni lo están los partidos políticos asturianos que, atrincherados en sus respectivas sedes, haciéndose reproches mutuos y pendientes de sus cuitas, asisten impasibles al naufragio de un pequeño país atlántico que navega a la deriva y en el que, por si fuera poco, se ha declarado un incendio a bordo.
PUBLICADO EN ATLÁNTICA XXII Nº 43, MARZO DE 2016
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