
Una movilización de Rodea el Congreso en protesta por la situación política y los partidos. Foto / Isabel Permuy.
Era la noche del 20 de mayo, vísperas de las elecciones municipales, y decenas de miles de personas gritaban en la Puerta del Sol de Madrid aquello de ¡Que no nos representan, que no! Comenzaba por entonces una profunda reconversión del sistema de representación política en España que todavía no ha terminado y que, en realidad, no sabemos dónde va a desembocar. Los cambios políticos, salvo en situaciones históricas muy contadas, suelen producirse tras un periodo de maduración y de forma gradual. Aquellas elecciones de 2011, primero locales y después generales, no aportaron entonces novedades sustanciales en el modelo existente a no ser la alternancia en el poder entre los dos partidos del sistema, otorgándole al PP una clara hegemonía a costa de un PSOE muy debilitado. Pero el proceso de transformación estaba en marcha de manera solapada, como se puso de manifiesto al poco tiempo, en las elecciones al Parlamento Europeo de 2014, y se fue confirmando en todas las citas electorales posteriores, con la espectacular pérdida de votos por parte de los dos grandes partidos y la quiebra del bipartidismo.
El largo e insistente viaje al centro de la socialdemocracia, en el contexto de las profundas transformaciones sociales y culturales de las tres últimas décadas, no podía dejar de tener consecuencias. El 15-M puso de manifiesto que un amplio sector de la sociedad, especialmente joven, no solo no se sentía representado por los dos grandes partidos, sino que experimentaba un profundo rechazo hacia ellos; y el posterior fenómeno electoral de Podemos y candidaturas afines vino a significar la apertura de un nuevo campo electoral a su izquierda. El PSOE, entre 2008 y 2016, perdió casi seis millones de votos. Y es precisamente en las áreas urbanas más dinámicas y entre los sectores de la población de mayor nivel cultural donde ese retroceso fue más acusado y más espectacular el avance de sus nuevos rivales. En las sucesivas elecciones de 2015/16 el PSOE apuntaba ya una tendencia claramente definida a convertirse en un partido con una influencia cada vez más limitada a un espectro de la población envejecido, localizado preferentemente en los núcleos de tamaño menor y territorialmente confinado a las Autonomías meridionales. El No es No a Rajoy, así como las propuestas de Gobierno alternativo esbozadas por Pedro Sánchez, que tan agria respuesta provocaron en la vieja guardia del partido, fueron una reacción frente a esa calamitosa situación, en un intento de suturar la herida por la que se había venido fugando el torrente de votos hacia Podemos. El desmedido golpe palaciego de los «críticos» puso en evidencia la difícil coyuntura en que se encuentra el viejo partido socialista y lo complicado que le va a resultar encontrar las soluciones que eviten que siga la suerte del PASOK. El octubre triste vivido por un PSOE aprisionado entre dos opciones endiabladas –dar el Gobierno a Rajoy o provocar las terceras elecciones– quedaba reflejado en la personalidad tan poco carismática del presidente de su gestora, Javier Fernández. La decisión que facilita el Gobierno a Rajoy de un Comité Federal dividido prefigura un futuro inmediato plagado de tensiones internas. Sin vínculos de complicidad con los jóvenes, castigados por el paro y la precariedad laboral, sin comunicación fluida con las clases medias ilustradas y sin abordar por fin con valentía la cuestión territorial, el PSOE no podrá mantener una posición nuclear en el sistema de representación política en España; y difícilmente lo conseguirá mientras no rompa las ataduras que le imponen sus redes clientelares.
Mientras tanto, Podemos y sus alianzas irrumpieron en el panorama político con una fuerza que hace apenas dos años nadie hubiese imaginado, ocupando buena parte del espacio electoral dejado por el PSOE y desplazando, primero, y englobando, después, a Izquierda Unida. Se trata de un fenómeno socio-político todavía muy nuevo que, como otros grandes movimientos transformadores anteriores (por ejemplo, los grandes movimientos juveniles europeos de finales de la década de los sesenta), presenta una curiosa combinación, en su lenguaje y en sus prácticas, de rasgos innovadores con otros extraídos de la tradición izquierdista anterior de la que en buena medida procede. Del predominio de los unos o de los otros en su proceso de maduración colectiva, habrá de seguirse su afirmación como fuerza política y electoral a la izquierda del PSOE, capaz de disputarle con éxito el espacio –más o menos amplio, según las circunstancias– de la indignación social, o bien una realidad más novedosa de proyección aún no contrastada. La voluntad de Pablo Iglesias de acentuar sus perfiles de izquierda durante el trabajoso proceso de formación de Gobierno contribuyó a debilitar la posición de Pedro Sánchez y a frustrar sus expectativas, precipitando la crisis del PSOE, sin que de ello se derivaran los beneficios electorales propios que se pretendían.
Pero la crisis de representación afecta también a la derecha, aunque no con la misma intensidad. La derecha, además de todo un tejido de intereses económicos muy bien articulados, conserva ese plus de fortaleza que le da una rocosa ideología y se siente reforzada en su autoridad moral por haber conseguido salir del franquismo pisando una alfombra dorada. No obstante, su principal instrumento de representación política, el PP, está muy lejos de superar cualquier prueba elemental de control de calidad. De las elecciones de 2011 a las de 2015/16 perdió tres millones de votos, los escándalos de corrupción, a pesar de las amplias tragaderas de su base electoral, son difícilmente digeribles y el envejecimiento de su electorado, así como su situación de marginalidad en Cataluña y País Vasco, constituyen factores de debilidad estratégicos. Es cierto que la fragilidad de sus adversarios, unida los deseos de estabilidad por parte de amplias capas de la población receptivas a los mensajes de los grandes medios de comunicación, favorece una cierta recuperación electoral del PP. Pero un Gobierno en minoría, con un presidente bajo la mirada de los tribunales de justicia, el reto del nacionalismo catalán a las puertas y Bruselas esperando para una nueva e inmediata ofensiva, no es una perspectiva halagüeña. Antes o después la derecha sociológica se verá obligada a renovar sus instrumentos de acción política. Operaciones como la de Albert Rivera pueden servir para acumular experiencias útiles al respecto.
PUBLICADO EN ATLÁNTICA XXII Nº 47, NOVIEMBRE DE 2016
You must be logged in to post a comment Login