Pasa muy desapercibido el papel de los sindicatos en la Transición democrática en España, como si aquel proceso, hoy muy acertadamente revisado, fuese solo un pacto de silencio por las alturas para evitar la depuración de los franquistas, con especial protagonismo del rey Juan Carlos I.
Pero UGT, CCOO y otras organizaciones, entonces indudablemente obreras, jugaron un rol determinante en aquel tránsito de la dictadura a la democracia coronada, ahora tan cuestionado. Su moderación y su talante negociador hicieron partícipe al entonces dinámico (y en zonas como Asturias poderoso) movimiento obrero en las reformas emprendidas, aunque ciertamente a costa de un pactismo y un entreguismo al capital que marcaron negativamente su expansión desde los Pactos de la Moncloa.
Desde entonces la evolución de los sindicatos en España ha tenido muchos paralelismos con la de los partidos políticos de izquierdas, con los que tanta vinculación histórica tienen. Las organizaciones sindicales mayoritarias, aunque en España son mucho más débiles que las de otros países con más tradición democrática, se han burocratizado, convirtiéndose en grandes corporaciones, en muchos casos similares a las que supuestamente combaten en defensa de los trabajadores. Eso explica paradojas como la que protagoniza en los últimos meses la UGT asturiana, que ha aplicado un ERE sancionado por la Justicia, al igual que la conducta no precisamente aleccionadora de su secretario general, Justo Rodríguez Braga, condenado por acosar al presidente del comité de empresa.
Otros episodios, como el fraude de los ERE en Andalucía, donde aparecen implicados y beneficiados, son más graves y socavan aún más la reputación de los sindicatos mayoritarios. Su financiación, a través de los cursos de formación, un negocio ahora en recesión del que también se beneficia la patronal, está bajo sospecha y la que llega directamente a través del Estado condiciona su independencia. Tras sucesivos recortes del Gobierno del PP, estas ayudas públicas a los sindicatos se han rebajado hasta 8,8 millones de euros anuales.
Pero probablemente lo que más desprestigia a los sindicatos, ante la opinión pública y ante los propios trabajadores a los que aspiran a representar, es la legión de liberados que se refugian en sus siglas. Indudablemente las centrales necesitan personal cualificado para defender a los trabajadores de los abusos de las empresas, tan habituales y más en esta época de crisis, pero también parece evidente que eso no justifica la enorme cantidad de liberados sindicales, en muchos casos no precisamente empleados ejemplares, sino personas que han hecho del sindicalismo su profesión para blindarse laboralmente y vivir mejor, sin más dependencia que la de la jerarquía de su organización, a la que suelen responder con una obediencia interesada. Como los políticos, los sindicalistas tendrían que someterse a un tope temporal en su liberación tras el que deberían regresar a sus trabajos.
Hay un factor a tener en cuenta en esta comparación crítica entre los partidos y los sindicatos, a favor de éstos últimos. Tanto unos como otros se han convertido en inmensas maquinarias electorales de poder, en empresas de influencias jerarquizadas que exigen obediencia y sumisión a las cúpulas a costa de empleos, generalmente muy bien remunerados. Pero mientras los partidos son organizaciones muy alejadas de los ciudadanos, que apenas tienen opción de participar democráticamente en su gestión, el funcionamiento de los sindicatos depende fundamentalmente de la voluntad de los trabajadores en cada centro de trabajo; de manera que un mismo sindicato puede tener un prestigio, una política y una eficacia radicalmente distintas en una empresa o en otra, y hasta en un sector laboral o en otro, dependiendo de la fuerza, la presión o la influencia que ejerzan los trabajadores.
Es discutible si cada pueblo tiene el Gobierno que merece, porque las leyes electorales y otras cuestiones pueden condicionar la voluntad popular, pero lo habitual es que en cada centro de trabajo los empleados se organicen y defiendan sus intereses de manera mucho más directa. Por lo tanto, de la crisis de los sindicatos podemos culpar a sus cúpulas y sus liberados, que a menudo defienden preferentemente sus intereses y no los colectivos. Pero sería injusto obviar la responsabilidad de los propios trabajadores, que no son ajenos a la pérdida de valores como la solidaridad, la rebeldía ante la injusticia y el espíritu crítico, que han sucumbido en la sociedad ante el individualismo, la docilidad, el consumismo y el monetarismo.
Las políticas neoliberales, el capitalismo salvaje y desbocado y su última crisis, que se ha llevado por delante a millones de empleos en todo el mundo desde 2008, han dejado a los trabajadores en una total indefensión y sometidos a condiciones de abuso y explotación que no se conocían desde la II Guerra Mundial. Y los sindicatos no han sabido afrontar este reto. No han sido capaces de unirse internacionalmente superando fronteras como el capital, que ha aprovechado los beneficios de la globalización. Ni se han adaptado a la modernidad y a una nueva y compleja realidad socioeconómica, donde los trabajadores ya se parecen poco a los de la era del desarrollo industrial, con sus masas de obreros y sus grandes empresas. Hoy los sindicatos en España tienen presencia en las grandes industrias y en el sector público, pero casi ninguna entre los parados y los nuevos explotados, entre los que están una gran parte de los licenciados que salen cada año de la Universidad, condenados a sueldos miserables o a la emigración.
Necesitamos a los sindicatos, pero a otros sindicatos. No se trata de cambiar de siglas, sino de comportamientos. Se demandan sindicatos renovados, independientes y sin los vicios que han ido adquiriendo los mayoritarios, cuyo desprestigio ante los ciudadanos avalan las encuestas y el auge de los minoritarios, que ya no lo son tanto. En Asturias SUATEA es el mayoritario en la educación y la Corriente Sindical de Izquierdas entre los funcionarios del Principado y en las oficinas de Cajastur. Estos sindicatos funcionan asambleariamente, apenas tienen ayudas públicas y limitan o rechazan las liberaciones. Es una pista sobre por donde deberían ir los cambios.
PUBLICADO EN ATLÁNTICA XXII Nº 28, SEPTIEMBRE DE 2013.
blueberry
miércoles, 6 noviembre (2013) at 13:36
El actual modelo sindical hunde sus raíces en los Pactos de la Moncloa y en la aceptación de la transición como algo inevitable y modélico. Por ello es necesario la revisión histórica de ese tiempo, y la aceptación por parte de las cúpulas sindicales (y políticas) de que el verticalismo sindical franquista ha tenido una continuidad hasta ahora. Se cumple así el pensamiento de Lampedusa en el Gatopardo «que todo cambie, para que todo siga igual». O peor…..