Jaime Poncela / La presentadora de la tele basura preguntó ¿a qué huele Pablo Iglesias? ya que, al parecer, el olor de un político es desde ahora una de las consideraciones que han de tenerse en cuenta en su currículum vitae a la hora de ser considerado como líder y estadista o, por el contrario, como comida para los perros de las tertulias. El olor de los políticos, los tuits que han enviado estando bajo los efectos de las cervezas o de su propia gilipollez o bisoñez, las bromas de mal gusto que han gastado en privado, o sus exabruptos contra cualquier colectivo tenido generalmente por intocable (judíos, negros, gays, víctimas de cualquier terrorismo, etc.), son ahora elementos de juicio capitales para saber si un representante político está capacitado para el ejercicio de cualquier forma de poder. La cultura de los 140 caracteres, la democracia del Facebook, los plebiscitos y linchamientos del Whatsapp han convertido la política en un espectáculo mediocre que procura emociones tan fuertes como fugaces ya que no es capaz de conseguir arreglar nuestra vida cotidiana. ¿A qué huele la indolencia de Rajoy? ¿A qué huele el postureo de Pedro Sánchez? ¿A qué huele el victimismo de algunos podemitas? ¿A qué olemos los españoles impregnados las 24 horas del día en esta loción rancia de un país que se afeita cada mañana con la navaja cabritera del resentimiento, la venganza y la amenaza? Huele mal, olemos mal, porque se acabaron las ideologías, las propuestas y los programas para dar paso a los juicios sumarios y la sentencias exprés que se ventilan a la velocidad del rayo en las redes sociales y que no dejan apenas lugar para el debate, el razonamiento, el acuerdo en algún punto intermedio de la goyesca riña a garrotazos que ya no se disputa en un descampado sino en el aséptico ciberespacio.
Dice Umberto Eco que las redes sociales han elevado al tonto del pueblo a la categoría de opinador incontestable. Uno que no es tan intelectual como Umberto Eco y que no pasa de ser un tonto del pueblo con bachillerato añade a esto que los tontos del pueblo también tienen derecho a sentirse presidentes del Gobierno y opinadores, ya que hay presidentes del Gobierno y tertulianos a sueldo que se comportan como tontos del pueblo y que posiblemente lo sean. Añade Eco que las redes sociales dan derecho a hablar a legiones de idiotas que se creen premios Nobel. Las urnas dan derecho también a hablar a miles de los idiotas de Eco, a nosotros los idiotas, que votamos a tontos del pueblo que llegan a creerse premios Nobel. El círculo se cierra cuando apenas hay diferencia palpable entre unas elecciones y unas redes sociales, cuando se cree que un tuit es igual a un voto y los estrategas del marketing político estiman que una campaña electoral se salda con cuatro generalidades, muchas voces, y la repetición machacona de generalidades y maldiciones sobre el rival político, incluyendo menciones a su pasado más o menos oscuro, devaneos de juventud u opiniones chuscas. La duda es si los idiotas somos legión en las redes sociales o si hay quien cree que los ciudadanos somos idiotas porque opinamos en las redes sociales. Tal vez esa confusión tan conveniente para algunas personas y tan cultivada por los aparatos de los partidos políticos (incluso de los llamados emergentes) nos haya llevado a todos a este estado de cosas en el que el olor de un político, las estupideces de un periodista, o varias patadas al diccionario y al sentido común publicadas en Facebook, llegan a tener tanto o más valor que unas elecciones generales.
Cuando las que fueron grandes estrellas de la canción pierden la voz o la inspiración se dedican a hacer recopilatorios de sus propias canciones, giras benéficas o conciertos de despedida. Cuando la política pierde su capacidad de cambiar la vida de los ciudadanos se convierte en un espectáculo destinado a idiotizar al pueblo (la ‘gente’ se dice ahora, al parecer) que se muestra muy entretenido desahogando sus penas en las redes sociales. Lo mismo es casualidad, pero el PSOE presentó a Pedro Sánchez como candidato único y arrasador en el Teatro Circo Price. Que lo analice Umberto Eco a ver a qué huele.
PUBLICADO EN ATLÁNTICA XXII Nº 39, JULIO DE 2015
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