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Atlántica XXII

El derecho a una rendija de mundo

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El derecho a una rendija de mundo

Alba RicoSantiago Alba Rico / Como no podemos saberlo todo, la pregunta es: ¿cuánto tenemos que saber para juzgar un acontecimiento? Proyectamos nuestras categorías morales -las disparamos- sobre la masa de información a la que tenemos acceso sin cuestionar ni su cantidad ni su valor. Raramente suspendemos el juicio considerando que no sabemos lo suficiente. Y nunca ocurre que suspendamos el juicio considerando, al revés, que sabemos demasiado. La rendija de mundo que se ofrece a nuestra mirada coincide a nuestros ojos con el mundo entero y, apremiados a pronunciarnos, lo salvamos o condenamos de manera sumarísima. Por eso, en relación con la información accesible, acertamos siempre; por eso, en relación con la información que nos falta, no acertamos casi nunca.

Lo que llamamos “mundo” es una selección que suelen hacer por nosotros. Cuando descubrimos que el “mundo” es una pequeña rodaja que alguien ha cortado y servido en nuestro plato, nos volvemos suspicaces. Nos volvemos locos en la dirección opuesta. Nos pasamos -si se quiere- de saber. En un mundo donde las decisiones no se toman al aire libre sino en despachos cerrados, donde poderes económicos que nadie ha elegido conspiran contra las urnas y los parlamentos, donde servicios secretos y mafias opacas controlan nuestras intenciones y nuestros impulsos, acabamos por despreciar el saber común -y hasta la mismísima luz del día- como si fueran solo una cáscara o una máscara y buscamos lo real siempre más abajo, fuera de los circuitos compartidos, hasta que perdemos pie en un fango en el que lo creíble y lo increíble se confunden en una decisión completamente ideológica y arbitraria. “Quiero saber qué pasa realmente”, olvidando que a veces no pasa nada o no pasa más allá de un cierto nivel que nos empeñamos, desconfiados, en seguir horadando. Por ejemplo no pasa que Bush volara las Torres Gemelas o que los vídeos del EI sean montajes de la CIA. Ser engañados es a veces menos engañoso que desengañarse de todo.

¿Qué pasa realmente? Lo que realmente pasa es que no sabemos lo que pasa. Pero si digo “realmente” es porque la ignorancia común, que aborda la rodajita de mundo precocinada por los Gobiernos y la publicidad, introduce efectos reales, y ello hasta el punto de que eventualmente puede derrocar un sistema y revolcar el mundo entero. Esa “ignorancia real” -o conocimiento parcial precocinado- es el margen en el que los Gobiernos y los poderes económicos a los que sirven tienen que asentar su legitimidad. En el más transparente de los mundos posibles nuestra rendija será también pequeña y manufacturada; se acumularán sombras en los rincones y tendrá que haber contrapoderes ciudadanos que remuevan la masa de información sobre la que proyectamos de manera espontánea, sin tiempo para excavar, nuestras categorías morales. En cualquier otro mundo posible será necesaria una prensa libre, unos medios de comunicación que elaboren “mundo” para los que no sabemos bastante, para los que sabemos demasiado. En este mundo opaco controlado por troikas, bancos, monsantos y cias, esa prensa y esos medios son aún más necesarios. En este mundo, sin embargo, son imposibles, o solo posibles hasta cierto punto -ese cierto punto más allá del cual, o contra el cual, nos volvemos locos de suspicacia y nos pasamos de saber, sabiendo tanto que sabemos incluso cosas que no pasan-.

El problema con nuestros medios de comunicación no es que sean empresas. Es que no son empresas de comunicación. Son subcontratas de grandes corporaciones -de la alimentación al armamento- que incuban sus huevos privados en nuestros espacios públicos, estrechando, cuando no impidiendo, el conocimiento siempre parcial de los ignorantes reales (todos nosotros). Hace ya tiempo que los periódicos y las televisiones se independizaron de los partidos y los Gobiernos para depender directamente, como los partidos y los Gobiernos, de un sistema económico membranoso dentro del cual los mejores periodistas -nunca los ha habido mejores- tienen que optar entre la precariedad laboral y el suicidio periodístico. Solo esto puede explicar en España el papel deshonroso de nuestro periodismo a la hora de tratar, por ejemplo, la cuestión nacional, las relaciones con América Latina o, ahora, la irrupción de Podemos en la lid electoral. La complicidad de casi todos los medios con la “casta” amenazada es tan explícitamente maniobrera y tan moralmente abyecta que no podrá lograr sus propósitos sin empujar un poco más la credibilidad de los formatos informativos al precipicio.

La opinión pública se vuelve loca y, cuando no sabe bastante, acaba sabiendo demasiado. Desde hace ya años -al menos desde la invasión de Iraq en 2003- no ha dejado de agravarse lo que Ignacio Ramonet llama “inseguridad informativa”. Los medios alternativos y la red han permitido cubrir a duras penas la defección de los medios tradicionales, pero en ausencia de medios tradicionales, o contra su falta de credibilidad, excitan también la locura de la opinión pública con un saber excesivo que produce sombras en lugar de iluminarlas. Los ciudadanos de un país democrático tenemos derecho a solapar nuestra ignorancia real -la rendija visible- con la totalidad del mundo sin que esa confusión tenga efectos devastadores para la democracia misma. Ese derecho a creer en nuestra rodajita de mundo solo lo pueden garantizar medios de comunicación que trabajen para nosotros y no para los despachos, los Gobiernos y los bancos. Cuando la opinión pública se vuelve loca y deja de creer incluso en la luz del sol, cuando sabe o quiere saber demasiado, los peores charlatanes se vuelven creíbles. Hay una vía mediática al fascismo y nuestros medios, salvo excepciones, la están alimentando.

Escritas quedan estas líneas en favor de ATLÁNTICA XXII, el medio que las publica, amenazado de muerte; una publicación que nos preserva de la locura y que será necesaria en cualquier otro mundo posible. Mucho más lo es en éste en el que la rendija por la que vemos el mundo se cierra y se cierra cada vez más todos los días.

PUBLICADO EN ATLÁNTICA XXII Nº 37, MARZO DE 2015

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