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El desempleo nuestro de cada día

Una oficina del INEM. Foto / Mario Rojas.
“Cada mañana, miles de personas reanudan la búsqueda inútil y desesperada de un trabajo. Son los excluidos, una categoría nueva que nos habla tanto de la explosión demográfica como de la incapacidad de esta economía para la que lo único que no cuenta es lo humano”.
Ernesto Sábato
Por Andrés Huergo. La cifra de más de cinco millones de parados que, de cuando en cuando, nos recuerdan los medios de comunicación, dice tanto como oculta. Muestra una realidad cuantificable de interés indudable desde muchos puntos de vista: sociológica, económica y políticamente. Pero hay detrás de ese dato otra realidad, no cuantificable, que permanece silenciada tras la simple enunciación de la cifra: la realidad del sufrimiento humano. La que no aparece en las estadísticas.
Cada mañana, al despertarnos, miles de personas nos preguntamos: “¿Será éste el día en que me llamarán por teléfono para realizar una entrevista de trabajo? ¿Será éste el día en que encontraré en la bandeja de entrada de mi correo electrónico una respuesta de alguna de las muchas empresas a las que he enviado mi currículum? ¿Será éste el día en que me toparé con alguna oferta de empleo digno en alguna página de búsqueda de trabajo?”.
Pero ese día nunca llega.
Concederse a uno mismo un margen razonable de tiempo para obtener éxito en la búsqueda de empleo resulta un requisito elemental en el comienzo de esa búsqueda. El contexto de crisis económica que padecemos no invita a ser optimista con las expectativas, pero tampoco es motivo como para caer en el más absoluto de los derrotismos.
¿Pero qué ocurre cuando tras largos, eternos meses de búsqueda no consigues nada? No solamente te sientes como si estuvieras en una travesía por el desierto sino que constatas, con el paso indefectible de los días, que resultas completamente prescindible para este país; que la oportunidad de ganarte la vida por tus propios medios más bien parece un regalo divino antes que un derecho, como nos dijeron que era.
El tiempo va marchando sin cesar y con él las ilusiones y las expectativas se van perdiendo por el sumidero. Parece como si cada día que pasa jugara en tu contra. Porque la paciencia también tiene límites. “¿Hasta cuándo durará esta condena? ¿Seré capaz de salir algún día de esta situación?”, te preguntas.
Un buen día el teléfono suena y una señorita con voz resuelta y clara te emplaza a una entrevista para un puesto de trabajo como comercial. Piensas que las horas que has invertido enviando currículos han dado al menos algún fruto. Confirmas tu asistencia a la entrevista aunque sin saber muy bien en qué consiste el trabajo en cuestión, pues, como consecuencia de la desesperación y de las ganas de poder encontrar un empleo, a veces acabas apuntándote a todo tipo de ofertas sin apenas conocer las condiciones.
Al día siguiente acudes a tu entrevista con traje y corbata y la mejor de tus sonrisas, preocupado ante todo por causar una buena impresión inicial en la retina de tus entrevistadores. Tardas pocos minutos en venirte abajo, cuando te das cuenta de que aquel trabajo al que estás aspirando no es sino otra estafa mayúscula entre las muchas que pululan por ahí: los jefazos de la empresa pretenden que vayas de puerta en puerta por medio mundo promocionando no sé qué producto sin pagarte a cambio ningún sueldo fijo. “¿Se están riendo de mí?”, piensas. Te marchas de la entrevista con cara de imbécil, llegas a tu casa y te sientes hundido.
Los días siguen pasando. Escribes cientos de correos a empresas de todo tipo: te ofreces como reponedor, como dependiente, como teleoperador, como profesor particular, como cuidador de mascotas… Te recorres las calles de la ciudad dejando copia de tu currículum en todos los lugares que puedes. Nada surte efecto. La sensación no puede ser más desalentadora: “¿Hay un lugar para mí en la sociedad?”, es la pregunta que te haces una y otra vez.
Los excluidos
Sé que son miles, millones de personas, las que se encuentran, hoy, en una situación parecida a la que estoy describiendo. Somos muchos los “excluidos” de los que habló Ernesto Sábato.
¿Cuánta injusticia más somos capaces de soportar? ¿Qué más tendría que ocurrir para que quienes tienen responsabilidad desde las instituciones, reaccionen y corrijan de inmediato las políticas profundamente erráticas que nos han llevado hasta semejante abismo?
El drama del desempleo va mucho más allá de la circunstancia, ya por sí misma dolorosa, de condenar al desempleado a la precariedad material o la pobreza solemne. Ese drama incluye un aspecto igualmente preocupante pero no suficientemente puesto de manifiesto: el desgaste psicológico.
El no tener un medio con el cual ganarse el pan repercute directamente en la autoestima del desempleado. Este tiene la sensación de no ser una persona “útil” para el conjunto de la sociedad en la que vive al no poder contribuir, con su fuerza de trabajo, a la generación de riqueza, puesto que no puede incardinarse en el sistema productivo. Las largas horas del día tratando de ocupar el tiempo en actividades más o menos enriquecedoras no ayudan a paliar esa sensación puesto que, en las condiciones actuales de nuestro sistema, percibir un salario a cambio de una actividad mínimamente reglada es la forma común de lo que conocemos como “trabajo”, una parte fundamental de nuestro ser como ciudadanos y como personas. La propia búsqueda de trabajo se llega a convertir en una rutina onerosa que enfrenta al desempleado a sus propios fantasmas, traumas y frustraciones de manera permanente, un día tras otro de su existencia.
Los motivos para el optimismo no parecen demasiados. Podríamos sentirnos tentados a maldecir los tiempos que nos han tocado, pero no valdría para nada.
Si la dificultad de sobrevivir en mitad de unas duras condiciones sociales apunta a la inanidad del individuo aislado, la necesidad de buscar apoyos para la propia supervivencia realza la importancia de valores tan venerables como el amor, la amistad, la generosidad, la benevolencia, sobre los que se construyen los lazos sociales.
En momentos de crisis como el que atravesamos, urge más que nunca señalar la importancia de esos lazos sociales para salvaguardar la dignidad de la vida humana, frente a todos aquellos que, de un modo u otro, pretenden denigrarla. Se trata de tejer una tupida red de cooperaciones y solidaridades entre grupos y personas capaz de construir un frente de resistencia contra los embates que todavía han de venir; promover procesos de sinergia entre movimientos diversos con el fin de ir decantando, poco a poco, una conciencia común en torno a la reivindicación de un Estado social centrado en la defensa de los derechos fundamentales de las personas por encima de todo.
“¿Qué podemos hacer?”, nos preguntamos. Seguir en la búsqueda de empleo y buscar apoyos allí donde podamos encontrarlos. Tratar de no desfallecer. Sumarnos a los movimientos que creamos justos. Denunciar las iniquidades del sistema. Cultivarnos como personas. Ampliar nuestra formación. Enriquecer nuestro tiempo con actividades que nos aporten conocimiento y bienestar.
Apenas nos queda esperanza, pero sin esperanza difícilmente podríamos encontrar arrestos para afrontar la vida. Parafraseando a Gramsci, cuando la inteligencia nos lleva por los derroteros del pesimismo, solamente queda el optimismo de la voluntad. Así que nos preparamos para una nueva batalla cotidiana.
Ahí fuera, en ese mundo inmenso que nos devora y nos abraza, que nos asusta y nos sorprende, está aguardándonos otra oportunidad, un nuevo día que nos deparará algunas cosas inesperadas y, siempre, el deseo de seguir luchando. Luchar para vivir, vivir amando, amar para seguir luchando. Luchar, amar y vivir: esa es nuestra tarea.

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