Pelayo Fueyo / No suelen ser equiparables los diálogos presentes en una novela que los que constituyen una obra de teatro. Para empezar, los contextos son diferentes: los personajes de una novela son solo de papel, diseñados por el autor para dar juego a una historia, por muy importantes que sean éstos; en cambio, el teatro utiliza un pre-texto en forma de diálogo, con el fin de que unos personajes de carne y hueso, ayudados en los ensayos por un director de escena, representen para un público lo que expresan diálogos y acotaciones, con cierta capacidad de improvisación.
Los diálogos en la novela pueden configurar la identidad de un personaje en un momento dado, pero la voz del novelista, con sus descripciones, ya lo sitúan en acción. Estos diálogos sirven, preferentemente, para informar aspectos de varios tipos: bien, detalles banales pero necesarios para relajar la narración; bien, aspectos contiguos a la propia historia; bien, para dictaminar la resolución de la novela, e incluso para crear complicidad entre los personajes o/y el autor, de forma alegórica o realista.
Con respecto al teatro, la cosa es diferente: el diálogo ya no es un punto de apoyo, sino parte esencial de lo comunicable. Los personajes –partiendo del punto de vista del autor/director– revelan su personalidad en escena frente a los otros, como un símbolo al que aplicar el atrezzo. En cuanto símbolo, requiere una norma estilística y una abstracción; es decir: cada personaje implica una marca de distinción lingüística, para la que el autor creó un prototipo; en cuanto a la abstracción, deriva de las ideas que comunican entre sí los personajes, que solo la acción –su enfrentamiento– pueden calificarlas de dominantes o dominadas, a expensas de lo que opina el dramaturgo.
Por tanto, el máximo grado de enfrentamiento entre los personajes de una obra de teatro no se debe tanto a la acción como a la palabra, que la consagra. El teatro de vanguardia, especialmente el de Samuel Beckett, es original precisamente por interpretar a su manera la acción y las voces de los personajes: esto viene determinado por la escasez o extrañeza de los signos que ocupan la escena, y los monosílabos, música, silencios…La palabra, como síntesis, puede alterar la acción de los personajes e influir sobre su propio código. A veces, una frase, un monosílabo, pueden originar un giro en una determinada escena, e incluso el desenlace fatal de la obra. Si hablábamos de Samuel Beckett, podemos seguir haciéndolo para ejemplificar un tono diferente en la caracterología de sus personajes, que pasan muchas veces de la ironía al humor absurdo.
Cabe pensar, con relación a lo dicho, que en el teatro de vanguardia hay menos distancia en la representación de las ideas entre los actores y el público; es más: también el carácter del autor puede crear esa empatía y verterla en alguno de sus personajes. Lo importante es la forma como lo hace, es decir, cómo lo disfraza para que lo desentrañe el público. Esto, por ejemplo, no ocurre ni en la novela más alegórica.
Por tanto, como decíamos más arriba, los recursos estilísticos que contemplan buena parte de las normas de comunicación de los personajes, que, a veces, o no se conocen o están en un lugar fuera de la sociedad –lo primero puede darse en el teatro, pero raramente en la novela; lo segundo es propio de una utopía, que es más fácil de imaginar en la lectura que en la representación– son más necesarios en el teatro que en el cine, por ejemplo; sobre todo, la animación visual, y, por otra parte, la interpretación moral de la historia filmada, donde han cambiado los prototipos e ideales, divergen profundamente.
Por otra parte, el diálogo narrativo necesita de la comunicación más inmediata posible entre dos personajes; en el teatro –como ya apuntamos– caben monólogos, delirios, autismos, extravagancias…Pero también gestos, para así dimensionar a los personajes y su relación con las cosas –el tiempo, otro factor importante, que diferencia a ambos géneros–. Más que una aventura (novela), el teatro es un fenómeno social, enfocado desde un determinado punto de vista, porque la escenificación requiere un único “modus vivendi”, aunque los criterios microsociales tengan o no relevancia, dependiendo muchas veces de la política de la época.
PUBLICADO EN ATLÁNTICA XXII Nº 40, SEPTIEMBRE DE 2015
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