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Atlántica XXII

El momento cursi de la humanidad

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El momento cursi de la humanidad

Un artículo de opinión en la que Santiago Alba Rico reflexiona sobre la tecnología y la humanidad. Y las flores.

Santiago Alba Rico

Santiago Alba Rico

Hace unos días Google tuvo que afrontar un problema inesperado y misterioso: el bloqueo en la India de millones -y millones- de móviles, cuyo espacio de almacenamiento reventaba por todas las costuras. Ningún otro país del mundo, según descubrió la compañía, alcanza las tasas de ocupación de memoria en dispositivos telefónicos de la nación asiática. Google descubrió también enseguida, y con sorpresa, el motivo: la costumbre generalizada de mandarse fotografías de flores, todas las mañanas, en todas direcciones, para darse los buenos días. Este tráfico de flores, al parecer, es completamente democrático y transversal a las jerarquías y tan potencialmente universal como la risa o la gripe. Todos los indios -digamos- desean todas las mañanas a todos los otros indios una feliz jornada. ¡Y son casi mil millones!

La noticia, dulcemente inquietante, me plantea dos cuestiones. La primera: ¿por qué flores? ¿Por qué los indios se mandan rosas y no panes o joyas o fotos de grandes mansiones? Se dirá que por su valor simbólico, pero lo cierto es que no hay ningún objeto que no tenga su doble o fantasma simbólico: el pan es la dignidad, las joyas la pasión eterna, el palacio la riqueza soñada y el poder inasible. ¿Por qué flores? Porque, de entre todas estas cosas, las flores son los únicos objetos cuya desaparición -al menos en la imaginación humana- no entrañaría consecuencias para la supervivencia cotidiana. Las flores no se pueden comer ni habitar ni empeñar. Por eso, al contrario que el pan, las joyas o las casas, las flores no tienen doble o fantasma simbólico; brotan ya del suelo simbólicamente. Una flor es la imagen de una flor y, al revés, la imagen de una flor es ya la flor misma. Solo Cristo puede multiplicar los panes y los peces mientras que la tecnología, incluso tras la eventual desaparición de las rosas en los jardines, podrá multiplicar las flores ilimitadamente. La cursilería no es como el petroleo o las patatas: no se acaba nunca.

Ahora bien, ¿por qué este impulso cursi? ¿Este deseo de flores? En la India todo el mundo se manda flores antes de comenzar una jornada atrozmente normal. Las mandan los asesinos antes de sacar la pistola, los ministros antes de firmar un decreto de privatización de la sanidad, los empresarios antes de despedir a un trabajador, los maridos antes de pegar una paliza a sus esposas; y todos ellos, probablemente, se las mandan, con emoción sincera y demandando reciprocidad, a sus propias víctimas. La flor, que no tiene doble simbólico porque es ella misma un símbolo, se presta muy bien a estas emociones puras, separadas de la propia personalidad y de sus acciones, hasta tal punto necesarias para los humanos que cabe preguntarse si la humanidad, como especie anómala, no reside más en el saludo floral que en el sexo, la guerra, el sacrificio o la codicia. Lo más humano es en realidad este “momento cursi”, agotado en sí mismo, que no introduce en el mundo otro efecto que la afirmación pura de su propia humanidad. Igual que hay un arte por el arte hay una humanidad por la humanidad misma: los saludos de buenos días y las flores.

La otra cuestión es en realidad esperanzadora y tiene que ver con la complicidad y el choque entre la cursilería y la tecnología. No han sido los hackers rusos, ni la CIA, ni el comercio mundial, ni la pornografía: son las flores las que han colapsado los dispositivos móviles indios y empujado contra las cuerdas a Google. Es la cursilería la que ha revelado los límites de la informática. La tecnología no es Cristo y no solo es incapaz de dar de comer al hambriento; tampoco puede saciar el hambre de símbolos de los seres humanos en su exaltada pureza matinal. La idea de las flores reventando el sistema, la de la humanidad desnuda en su chasis simbólico minando como un topo la infinitud fraudulenta de las máquinas, invita -reconozcámoslo- al optimismo.

Lo que nos descubre la cursilería india es importante. También el intercambio de símbolos tiene sus límites. Las flores ocupan espacio incluso cuando se las traslada desde los jardines al Whatsapp. Por muy humano que sea y muy bonito que nos parezca, no tiene sentido saludar a todo el mundo, ni mandar flores a todo el planeta. La facilidad tecnológica que desboca esta cursilería maníaca -este vicio de ser universal y vanamente humano- tampoco es sostenible. Google, que inventó una aplicación para multiplicar las flores, tiene ahora que inventar otro para ir eliminándolas y desalojar así espacio para nuevas flores y nuevos saludos matinales. Que cada uno saque las consecuencias acerca de esta complicidad y contradicción entre cursilería y tecnología: el “momento cursi” auténticamente humano se automatiza en límites cada vez más anchos, pero en todo caso infranqueables.

La cursilería india desmiente el mito de la inmaterialidad de nuestra economía tecnologizada. Un pensamiento cabe en la eternidad, como decía Blake, pero no en el mundo. Ningún intercambio -ni de mercancías ni de dinero ni de flores- es infinito. Solo dos datos. Uno: en términos de combustibles fósiles el impacto de un e-book equivale aproximadamente al de 40 o 50 libros. Dos: el supercerebro financiero del BBVA, que realiza 44 millones de operaciones diarias, ocupa una extensión de 20.000 m² -casi tres veces el Estadio Bernabeu- y consume todos los días tanta energía eléctrica como un pueblo de 3.500 habitantes.

Qué bonito que la cursilería, que no acaba nunca, nos devuelva al jardín cerrado donde crecen las flores.

PUBLICADO EN ATLÁNTICA XXII Nº 55, MARZO DE 2018

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