
Xuan Cándano / Director de ATLÁNTICA XXII.
Informando de la entrega del Premio al Pueblo Ejemplar, La Nueva España abría hace unos meses con una gran foto, obra de Juan Plaza, de un niño vestido con el traje tradicional, montera picona en la cabeza y la mirada gacha hacia el suelo mientras le daba al mano al rey, que lo mira condescendiente desde su enorme estatura. La reina Leticia está tras Felipe VI y se ve a unas mozas, también vestidas de asturianas, a la espalda del rapaz. Al fondo unos maizales y unos señores trajeados, probablemente de la comitiva real. La instantánea tiene un aire goyesco o velazqueño y recuerda a cuadros históricos que inmortalizaron a la Monarquía, como esta foto lo hace con la actual. Pero también es una metáfora de la Asturias de hoy, que ha bajado la cabeza, como el niño de Poreñu.
Habrá más de 155 razones para seguir encrespados hablando de Cataluña y España, pero yo encuentro muchas más para hacerlo de Asturias, porque me duele su agonía.
Me temo que, para España, Asturias no es más que un escenario bucólico por el que campan los osos y un decorado por el que se pasean los reyes, las autoridades del Estado y los grandes poderes una vez al año.
Líbreme mi admirado Graciano García, un quijote que fue profeta en esta Asturias tan cruel con los suyos, de cuestionar a los Premios Princesa y muchos menos a los premiados, ejemplos de excelencia, excepto algunos tan desafortunados como el de la UE. Pero no me reconozco, o me cuesta trabajo admitir, esa imagen plebeya y cortesana de Asturias, en la que los asturianos parecemos figurantes puestos en el paisaje, el urbano y el rural, para complacer al señorito.
¿Qué fue de aquella Asturias rebelde, combativa y orgullosa, como los indomables asturcones? No añoro la dinamita ni la revolución, ni los relatos épicos del pasado, pero sí aquella dignidad colectiva que tanto admiraban Camus, Picasso o Alberti.
Asturias nunca tuvo la autoestima alta, pero sí una recia personalidad que imponía respeto. Ahora está tan gacha como el niño de Poreñu, despoblada, triste y arrasada por el paro, la precariedad y la emigración de los jóvenes, como sus montes por el fuego.
Desde el siglo XX, a Asturias la vertebraba el movimiento obrero. La del siglo XXI ya no tiene ese referente, anda desorientada y se desangra como su demografía, sin que nadie sea capaz de parar la hemorragia, ni de intentarlo siquiera, aunque ahora el Principado anuncia un plan, con 30 años de retraso.
Jovellanos llamaba a Asturias país y lo es, porque tiene una geografía bien marcada, cultura, lengua y una historia relevante, con un reino que duró siglos. Pero no ejerce de tal, sino de región periférica en la España de las Autonomías y solo merece atención cuando ocurre un suceso o llega el rito anual de los Premios.
Ensimismada en sus estériles polémicas nunca resueltas, como las comunicaciones, y abducida por el covadonguismo, el mito más influyente y el más falso, Asturias se diluyó por voluntad propia en España, que agradece su lealtad, pero no le presta mayor atención más allá de pagarle sus pensiones, lo que no es poco para este geriátrico con paraíso natural. Dan ganas de reñirla cariñosamente, como las madres que ven apocados a los hijos para enfrentarse a la vida:
-No te das a valer.
Como los equipos de fútbol, los pueblos también son un estado de ánimo. El del asturiano está por los suelos y desde el Principado no se combate la depresión, se fomenta.
Tampoco quiero caer en el catastrofismo, tan paralizante, y además mucho peor andan algunas zonas de España y en medio mundo. Pero este es un país para viejos, sin niños en los parques ni jóvenes por las calles, porque han tenido que hacer las maletas como sus abuelos. El asturiano se ha convertido en una especie a proteger, más que los osos, que aumentan en población. Somos una vieja y decadente familia acomodada venida a menos, como los Panero, que en la escena final de El desencanto anuncian el fin de la prole por falta de relevo generacional.
Y para superar la depresión necesitamos al frente del Gobiernín, sea del partido que sea, a alguien que nos contagie optimismo y autoestima, y que nos haga creer en nosotros mismos, que somos los únicos que podemos frenar esta agonía, y no ningún salvador llegado de más allá del Pajares.
Mejor ser actores de nuestro propio destino que en la pasarela que nos han puesto para desfilar un día al año. Cuando el niño de Poreñu alce la mirada, también se levantará la de Asturias.
PUBLICADO EN ATLÁNTICA XXII Nº 53, NOVIEMBRE DE 2017
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