
Una niña en una manifestación. Los jóvenes son las primeras víctimas de la crisis institucional y democrática. Foto / María Arce.
Luis García Oliveira.
Duele tener que admitirlo, pero es que la expresión va como anillo al dedo para definir el actual sistema seudodemocrático que aquí se hizo eclosionar al calor de la “modélica” Transición. De aquellos polvos vinieron estos lodos y, en plena marea alta de la judicialización de sonados casos de corrupción, la pésima calidad de los aires democráticos que corren por este país les hacen cada día más irrespirables.
Si después de casi 40 años de vigencia el sistema funciona como funciona y transige con lo que transige, no es debido a ninguna casualidad, sino a que quienes controlan y ordeñan un tinglado tan jugoso –con la indispensable colaboración del subsidiario peonaje político a su servicio– les conviene mantenerlo tal como está.
La multiplicidad de casos socialmente tan provocadores como la trama Gürtel, el entramado delictivo muñido alrededor de Caja Madrid, los fraudulentos ERE andaluces o la trama carbonera y los falsos sobrecostes del Musel aquí en Asturias, entre otros no menos relevantes –casos Púnica, Acuamed, etc– serían prácticamente inviables si al sistema político vigente no se le hubiese prostituido hasta unos extremos tan escandalosos.
En su condición de testigos forzosos de cuanto poco a poco se va desvelando, con exasperante demora y lentitud judicial, buena parte de la ciudadanía contempla el denigrante espectáculo desde la indignación y la impotencia, presa de un denso sentimiento de burla y desprecio provocado por la tropa de delincuentes que tan consentida como impunemente llevan lustros saqueando este país de punta a cabo.
A medio camino entre la resignación, la cortedad de miras y una indescifrable temerosidad, otra parte de la ciudadanía ha optado por convivir con la situación tal como si fuese un ineludible castigo divino, aunque mucho castigo no debe de ser para este colectivo cuando a tantos políticos que no mueven ni un dedo para cambiar la situación se les vuelve a regalar el voto de forma absolutamente injustificada, incluso mayoritariamente.
Como consecuencia, esperar que la añeja casta política haga algo de lo que éticamente debería hacer para solventar las clamorosas deficiencias funcionales del subproducto democrático aquí instaurado es poco menos que escribir a los Reyes Magos y esperar a que contesten. Así, entregando cheques en blanco a clanes políticos enfangados hasta las cejas en casos de corrupción, no es de extrañar que a este país se le haya hecho ocupar uno de los puestos más indecentes en los baremos internacionales de transparencia política y administrativa o que se le haya llevado hasta la cabeza en los de desigualdad social y pobreza infantil.
Sistema degradado y falso
Pero, por cuantioso que sea todo lo robado y defraudado, no es esa la peor consecuencia del paripé político que propició los hechos. Tampoco la bochornosa imagen de país que se está proyectando hacia el exterior, ni la gravosa carga de vergüenza provocada por la tolerante mansedumbre con la que aquí se admite ser gobernados por toda una colección de farsantes sin escrúpulos.
La peor de las consecuencias, sin duda la más imperdonable, es la del irreparable descrédito que ineludiblemente se va depositando –caso tras caso– en la percepción de las sucesivas generaciones de jóvenes que actualmente transitan por distintos estadios de la adolescencia y que, desconcertados y perplejos, presencian una realidad política altamente indigesta.
La herencia de “referentes” que para todos ellos se está sustanciando de esta farsa es realmente envenenada, de una toxicidad tan dañina que hará prácticamente imposible que lleguen a creer algún día en lo que ahora se les cuenta en los institutos de enseñanza media sobre un sistema político tan degradado y falso como el que tienen ante sus ojos.
De forma temeraria se está sembrando algo cuyo fruto va a ser socialmente muy peligroso: generaciones de jóvenes que madurarán incrédulos ante un sistema selectivamente permisivo, carente de toda alarma funcional y, también… de un mínimo de credibilidad.
Unas generaciones a las que, además, se les está hurtando el derecho a desarrollarse en una sociedad dignamente estructurada, libre de mafiosos lastres políticos y encarada hacia el futuro.
Lamentablemente, la realidad actual no invita al optimismo en cuanto a la proximidad temporal de ese deseable escenario para quienes, transcurrido el tiempo, conformarán el grueso social del país.
¿Qué actitud cívica cabrá esperar de cuantos maduren carentes de toda referencia ética en el comportamiento público de quienes más obligados están a dar ejemplo?
Es difícil aventurarlo, pero dadas las circunstancias y la escasez de alternativas quizás lo más procedente fuese encomendar el futuro devenir de tantos jóvenes a algún santo de probada solvencia.
¿Y quién con mejor criterio al respecto que el ministro más “inciensado” del gabinete rajoniano para dar referencia sobre alguno de su particular devoción?
Tal vez podría pasar inadvertida, pero esta opción cuenta con una gran ventaja: en íntima confesión interior, el ministro podría revelarle al santo la localización física y temporal de la inmensa mayoría de las trampas, engaños e infranqueables obstáculos que esos jóvenes se van a encontrar en su andadura. ¡Si lo sabrá él!
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