Santiago Alba Rico / Como demuestra el cálculo electoralista, nadie cree en el carácter político del voto. ¿Quién vota “en democracia”? La tradición, la dependencia clientelar, el interés egoísta, el complejo de Edipo y, desde luego, la televisión. Eso que llamamos “populismo” es el invento histórico de las clases poderosas para ceder a las reivindicaciones de las clases populares sin ceder el poder. Quiero decir que el sufragio universal no fue una astuta maniobra de las oligarquías europeas del siglo XIX; fue una conquista popular que las oligarquías, una vez derrotadas, pasaron a manipular en su favor: el gran maestro del populismo fue, sin duda, Napoleón III, el emperador plebeyo que supo conectar electoralmente democracia y privilegios. La propuesta de Podemos de un “populismo republicano” pretende conectar, al contrario, democracia y política; es decir, sufragio universal con soberanía de la gente y de la ley.
Contra la peligrosísima democracia, que deja votar a los porteros y a las marujas, ha habido dos alternativas históricas, una liberal y otra de izquierdas. La liberal fue el sufragio censitario, muy bien razonado por Inmanuel Kant o Benjamin Constant: los pobres tienen derecho a “elegir” morir por la patria, pero no a elegir a sus legisladores, pues la pobreza es dependencia y solo la independencia proporciona el tiempo libre necesario para la ilustración y la educación del juicio. Solo la clase de los “propietarios”, por tanto, está en condiciones de representar el interés “universal” de la nación y de regirse por criterios propiamente “políticos”. Como sabemos, la evidencia kantiana de que el voto de los pobres era un voto “dependiente” (los campesinos votan a sus amos, los asalariados a sus patrones, las esposas a sus maridos) llevó a una parte de la izquierda ilustrada española -incluida Victoria Kent- a oponerse al voto femenino en 1931. El equivalente de izquierdas del “sufragio censitario” fue la “vanguardia leninista” que, al mismo tiempo que proponía el proletariado como “clase universal” (réplica y contrapunto de los “propietarios”), se proponía a sí misma como la única minoría madura, dotada de “conciencia de clase” y correctamente “politizada”, frente a la mayoría “alienada” que votaba a sus explotadores.
Tanto para los defensores del voto censitario como para los defensores de la revolución el sufragio universal estaba lleno de peligros. Los dos se equivocaban en el sentido de que esa “ficción” política es una conquista democrática insuperable; y si hay algo que lamentar es el hecho de que, mientras que las derechas han sabido utilizarla en su favor, a las izquierdas lo único que se nos ha ocurrido casi siempre es cuestionarla y combatirla. Pero los dos -liberales y revolucionarios- también atinaban en sus análisis, pues la condición misma de los derechos ciudadanos es, sin duda, la “independencia económica”. Así, la llamada “renta básica” no es una subvención económica o social sino, sobre todo, una medida política orientada a “politizar” el voto antropológico de los ciudadanos. La única posible conexión entre democracia y política es la “propiedad” generalizada y eso, desde luego, implica una transformación revolucionaria. Como esa transformación está obligada a inscribir su posibilidad misma en la “ficción” electoral, la cuestión de un populismo republicano -opuesto a un populismo oligárquico como la vanguardia leninista se oponía a la élite liberal censitaria- es más urgente que nunca.
Ahora bien, en España el problema no es el voto antropológico sino el voto prevaricador. Tanto las elecciones andaluzas como las encuestas demuestran que lo que aún sostiene al Régimen del 78 es el voto consciente de un sector del electorado que sigue apoyando al PP o al PSOE a sabiendas de que ambas fuerzas son políticamente impresentables y moralmente condenables. El bajo coste electoral de la corrupción nos habla de un país en el que no hay ninguna conexión entre conciencia política y representación institucional. No la hay porque la izquierda esta infrarrepresentada; no la hay porque el voto consciente es antipolítico. Me atrevería a decir que el peligro de la situación en España tiene que ver con el hecho de que el voto al bipartidismo es un voto con conciencia mientras que el voto de cambio es un voto antropológico y pasional.
¿Por qué prevaricar? Están los que creen la corrupción inevitable, un discurso apoyado por intelectuales y medios de comunicación que alimentan la aceptación fatalista de la “casta” como destino. No es la clase política -piensan estos votantes- la que tiene que cargar con un pueblo ignorante y electoralmente manipulable, sino, al revés, la gente la que carga consciente y resignadamente con una clase política corrupta a la que vota con desprecio. Los “políticos” son una maldición y se asumen como tal, igual que se carga con un pariente malo o tonto del que se conocen todos los defectos. Este votante es el que no perdona a Podemos el “caso Errejón” o el “caso Monedero”, mientras encaja el escándalo de Rato o el timo de los ERE, precisamente porque esas cosas solo les están permitidas a “los políticos”.
Y están luego los que consideran la corrupción no solo inevitable sino buena. Deja migajas. Lubrica la economía. Revela espíritu de iniciativa y legitima las pequeñas astucias individuales gracias a las que sobrevive tanta gente. En todo caso, tanto la conciencia fatalista del hijo tonto como esta extendida mentalidad mafiosa son típicas de países, como Italia o España, donde las instituciones del Estado han sido fundadas y refundadas al margen de las poblaciones, que jamás las han sentido como propias, y esto hasta el punto de que no nos parece que nos estén robando a nosotros cuando los corruptos roban los recursos del Estado. Está mal robar, sí, pero o no nos sentimos víctimas del robo, porque el Estado nunca ha sido “nuestro”, o nos sentimos incluso sus cómplices, pues nos parece que trabajar en la economía sumergida para sobrevivir, en ausencia de un Estado de verdad, es lo mismo que saquearlo. Este voto prevaricador, mucho me temo, va a seguir marcando en las próximas elecciones los límites de intervención del “populismo republicano”.
PUBLICADO EN ATLÁNTICA XXII Nº 38, MAYO DE 2015
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